Madre y maestra, la Iglesia nos acerca a la salvación

Editorial

 

La Iglesia, desde su primigenio mandato fundacional, dado por Nuestro Señor Jesucristo al designar a Pedro como la roca y baluarte de su doctrina, de sus enseñanzas y misión terrenal, ha sido siempre nuestra Madre. Allí está contenido el sentido de su existencia y su trabajo, su prolongación en los tiempos y su prevalencia. En su regazo la acogida al cristiano tiene un cometido: que sepa del sacrificio de Cristo por su salvación y que aprenda a salvaguardar los mandamientos que en su cumplimiento lo lleven a ganarse la Vida Eterna. La Iglesia es Madre porque a ella recurrimos los cristianos en busca de amor, de consuelo, de protección, y en caso de arrepentimiento y firme convicción, de enmienda ante nuestros pecados.

Ya decíamos que su misión, en este sentido, es clara y concisa. Como toda madre, apurada por el sentido que le damos a nuestra vida y por asegurarse de que hemos elegido el camino correcto, hace todo lo necesario para que la elección que hagamos sea la indicada, la que nos lleve al camino trazado por su Hijo en su paso por la tierra. A propósito, en Mater et magistra se lee: “A esta Iglesia, ‘columna y fundamento de la verdad’ (cfr. 1Tm 3, 15), confió su divino fundador una doble misión, la de engendrar hijos para sí, y la de educarlos y dirigirlos, velando con maternal solicitud por la vida de los individuos y de los pueblos, cuya superior dignidad miró siempre la Iglesia con el máximo respeto y defendió con la mayor vigilancia” (n. 1).

Esto tiene particular importancia en el mes de mayo, porque –no solo en este es claro, sino durante todo el año– hemos de reconocer la valía y misión de nuestra madre en la Tierra, a quien debemos ante todo amor y respeto, cuidados y velar por su bienestar y salud; a nuestra Madre del Cielo, la Virgen María, a quien debemos agradecer haberse abandonado al designio divino en ese fiat sincero y convencido ante el anuncio del Ángel y traer al mundo al Hijo de Dios y luego indicarnos lo necesario para seguirlo (“Hagan lo que Él les diga” y sus ojos verán algún día al Señor) y a la santa Iglesia como una Madre de especial predilección por cuanto del Evangelio filtra las enseñanzas transmitidas por Dios y nos las pone, por así decirlo, “en bandeja” para llevarlas a la práctica, a la vida ordinaria.

Y además de madre, la Iglesia es maestra. En su largo caminar de ya poco más de dos milenios, la Iglesia ha sabido conducir y conducirse, vigilando que se cumpla lo que el Señor dispuso y abogando por los desprotegidos; se cuida asimismo “no sólo de instruir la inteligencia, sino también de encauzar la vida y las costumbres de cada uno con sus preceptos (“No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”); quiere y desea ardientemente que los pensamientos y las fuerzas de todos los órdenes sociales se alíen con la finalidad de mirar por el bien de las causa obrera (y de cualquier orden social) de la mejor manera posible, y estima que a tal fin deben orientarse, si bien con justicia y moderación, las mismas leyes y la autoridad del Estado” (Rerum novarum, n. 16).

¡Ay! de aquellos que hoy tratan de reducir, por tanto, la misión de la Iglesia, su tutela y papel en la historia de la salvación, queriendo recluirla en las cuatro paredes de la sacristía o, en todo caso, en el púlpito. El Código de Derecho Canónico lo establece del modo siguiente: “La Iglesia siempre y en todo lugar tiene el derecho de proclamar principios morales, siempre en el respeto del orden social, y de hacer juicios acerca de cualquier aspecto humano, como es exigido por los derechos fundamentales del hombre o por la salvación de las almas” (canon 747, n. 2)

 

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