Aunque es muy cierto que como hombres hechos de frágil barro en cuanto a nuestra estructura corporal, lo cual nos predispone a las flaquezas de la carne, cierto es también que llevamos un alma que nos fue infundida por el supremo Hacedor del universo; alma que, por su voluntad, nos hace ser superiores a los demás seres vivientes que nos acompañan en nuestro peregrinar por el mundo.
Esa alma nos fue dada teniendo en sí la capacidad de captar y entender todo aquello que el Señor quiere para nuestro bien espiritual; ella es capaz, en forma plena, de saber distinguir sin equivocación alguna tanto lo que nos hace bien como lo que nos daña.
Dios nos habla a diario y en todo momento; no solo cuando escuchamos en los templos su mensaje por medio de los labios de sus ministros, sino que también nos habla en nuestro hogar cuando dialogamos con nuestros seres queridos, en la calle y el trabajo, con vecinos, amigos y compañeros; incluso, en nuestros ratos de soledad, cuando nos ensimismamos en nuestros íntimos pensamientos, Dios nos está dando su mensaje, aunque por desgracia o no lo atendemos, o no lo sabemos comprender e interpretar.
Eso, la falta de atención para Él, aunado a nuestra incapacidad de entenderlo, cuando tenemos un problema espiritual y le imploremos su ayuda, si no la obtenemos pronto nuestra fe flaquea peligrosamente e incluso creemos que nos dejó de su mano.
Dudamos equivocadamente de su misericordia, creyendo con torpeza que no somos merecedores ni de su amor ni de su bondad, y esa duda nos ciega el alma, con tal fuerza de que no podemos llegar a discernir que para ser plenamente merecedores de todos los beneficios espirituales, corporales e incluso materiales que nos puede proporcionar, es del todo necesario que pongamos un mucho de nuestra parte para lograr lo deseado; debemos vivir acordes con sus preceptos, es necesario que sepamos comprender que muchas veces lo que pedimos puede ser algo que nos dañe en lugar de hacernos bien y, sobre todo nunca, ni en los peores momentos de nuestras vidas, debemos perder la confianza en Dios, o sea: no debemos perder la fe.
Yo, como ser humano débil que soy, también he llegado a tener esos momentos de flaqueza a los que aquí aludo, y una vez los tuve tan fuertes y prolongados que me vi en la necesidad de dirigirme a Dios escribiendo lo que a continuación leerán ustedes:
“Tú quieres que te siga”
Parsifal
Tú quieres que te siga, pero yo veo tu senda
angosta, tapizada de guijas y de espinas;
¿y sabes? No soporto lo que a mi planta ofenda,
¿cómo entonces, Señor, ir por donde tú caminas?
Si me llevas al mar, tú vas sobre las olas,
seguro el paso firme, tranquilo, sin hundirte.
A mí, Jesús, el mar me aterra, inhibe, asola…
Y con tantos horrores, ¿cómo voy a seguirte?
Tú pones mansamente al golpe la mejilla
y pides a tu Padre perdone a quien te pega.
Yo no puedo. Que busque refugio quien me humilla
y espere mi venganza si con mi vida juega.
La adúltera se sabe contigo protegida
de la chusma iracunda; y luego, perdonada.
Y yo, quien me destroza cruelmente mi vida
y aún se ríe de mí, ¡no le perdono nada!
Enséñame la forma segura de imitarte
y dame la firmeza de espíritu, Señor;
y yo habré de seguirte gustoso, sin negarte.
Incúlcame tu gracia, herédame tu amor.
Haz que mi mar se torne en un oleaje suave;
y dame, si naufrago, tu tabla salvadora.
¿No ves que ya no puedo enderezar mi nave
y que a una leve brisa terriblemente escora?
Encallece mi planta, que no sienta las guijas,
ni sensible se torne a la punzante espina.
Entonces no habrá pena ni duelo que me aflija
y yo iré tras de ti, Señor, por donde caminas.
Y seguiré tu senda aunque esta fin no tenga;
me enseñaré a ser probo, también a perdonar;
yo seré todo oído, oídos para escuchar tu arenga
para sí, yo también tu voz a otros llevar.
Parcifal