Editorial
Hacia el final del año aparece una luz, un fulgor que alumbra el túnel de los días para los hombres que poblamos la tierra: la Navidad; luz que surge con un reflejo de esperanza y que trae, bajo el brazo, un mensaje de salvación, personal e intransferible. La trasiega de fin de año, entre los quehaceres y responsabilidades cotidianas, comprende, asimismo, un oasis al que todo mundo puede asomarse: el nacimiento de Jesús, que quiere, como desde hace poco más de dos mil años, prender en los corazones de todos sus hermanos, y no sólo eso, sino que desea quedarse allí, morar por tiempo indefinido, transformar vidas.
La celebración de la Navidad entraña múltiples manifestaciones en el espíritu y en toda la persona, que se debe a sus semejantes: la Navidad implica el nacimiento de Jesús en cada uno de nosotros, en un corazón dispuesto y arrepentido, en un corazón que tienda hacia Dios y privilegie las cosas de Dios. Se trata de un nacimiento sincero, salvífico, esperanzador, con sueños futuros y vida después de la muerte.
Celebrar la Navidad, la venida al mundo de Jesús, desde hace tiempo corre el riesgo de convertirse en un festejo más de los muchos que pueblan el calendario: y ello se debe, entre otras cosas, a que su significado profundo no lo tenemos claro, a que año con año olvidamos, dejamos de lado el punto central del festejo: no sólo se comete el gravísimo yerro de no invitar al festejado, sino que, además, la Navidad es más un motivo para quedar bien que para dar regocijo al espíritu en Dios: la primacía es dar algún regalo, cosa que conlleva al egoísmo, pues se obsequia para sentirse bien, para aplacar la conciencia, para borrar alguna mala acción, para tratar de mitigar la falta de amor por el prójimo con migagas de sensiblería y burdo sentimentalismo. La Navidad es un regalo, sí, pero un obsequio de Dios para todos, no un regalo que puede darse como moneda de cambio.
La Navidad en los medios de comunicación, por otra parte, contribuye a su posicionamiento en la escala de miles de productos mercadológicos. La Navidad vende, y vende bien. En este circo publicitario Jesús niño constituye la atracción de la temporada. Y es que las empresas hacen de esta celebración religiosa un anuncio espectacular, la idea principal para montar un escaparate, el motivo para orquestar una campaña publicitaria que tienda únicamente a incrementar ventas y no para alegrar corazones aletargados y contritos. La atracción de juguetes y adornos navideños es poderosa, y la ocupación en los preparativos para la Nochebuena abarca los días y las horas previas que deberían dedicarse a sanar el espíritu y disponer el corazón para tan revelador acontecimiento. Tanto machacan con la Navidad en los medios que llega un punto en el que su sabor primigenio se queda en el camino: al final acabamos comprando esa idea llamada Navidad, ese regalo que de algún modo nos hace sentir que la celebramos; pero no sabe a nada, carece de color y esencia.
La Navidad, sin embargo, antes que otra cosa es el nacimiento de Jesús, el niño Jesús, hijo de Dios y concebido en el vientre de la Virgen María, nuestra Madre. Dice Antonio Maza Pereda que en la Navidad “celebramos al más importante de todos los niños, al niño Jesús, que nació como el menos importante de los niños y llegó a ser el más importante de los hombres, Dios hecho hombre”. Ese es, sin discusión, el mejor regalo de todos: el que Dios hizo a los hombres en la persona de Jesús, el Dios hecho hombre que en su paso por el mundo ganó la salvación eterna para la humanidad, sin distinción de ninguna especie. Por todo ello, la Navidad es la fiesta de todos, pues si Jesús nació no fue para salvar a unos cuantos, como algunas confesiones religiosas lo pregonan; la Buena Nueva del Reino alcanza para todos, nadie ha de quedarse fuera, así de total es la fuerza de su amor divino.