Hay que afirmar con toda verdad que la vida es el don más precioso que Dios ha dado a los hombres, y que ella es el fundamento único e insustituible de todos los derechos humanos. Sin el don de la vida no puede fundamentarse ningún derecho. Por tal motivo, diferentes declaraciones, como la Declaración Americana de los Derechos del Hombre, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Declaración de los Derechos del Niño, han afirmado con firmeza el derecho de todo ser humano a la vida. De manera singular esta última declaración, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1959, afirma en su tercer párrafo del preámbulo: “El niño, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidados especiales, incluso la debida protección legal, tanto antes como después de su nacimiento”. Asimismo, afirma en el principio número cuatro: “El niño debe gozar de los beneficios de la seguridad social. Tendrá derecho a crecer y desarrollarse en buena salud; con este fin deberán proporcionarse, tanto a él como a su madre, cuidados especiales, incluso atención prenatal y posnatal. El niño tendrá derecho a disfrutar de alimentación, vivienda, recreo y servicios médicos adecuados”.
La sociedad actual proclama, exalta y defiende los derechos humanos, pero lamentablemente, al mismo tiempo, se contradice cuando en los planos cultural, social y político se interpretan los delitos que van en contra de la vida como legítimas expresiones de libertad individual, que deben reconocerse y ser protegidas como verdaderos y propios derechos (Cfr. Evangelium vitae, n. 18b). Así, hemos de afirmar junto con el Papa Juan Pablo II: “Se produce un cambio de trágicas consecuencias en el largo proceso histórico, que después de descubrir la idea de los ‘derechos humanos’ –como derechos inherentes a cada persona y previos a toda constitución y legislación de los Estados– incurre hoy en una sorprendente contradicción: justo en una época en la que se proclaman solemnemente los derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte” (EV n. 18c).
Podemos preguntarnos, ¿dónde está el origen de esta contradicción que se da entre la afirmación de los derechos humanos y su trágica negación en la práctica? La carta encíclica de san Juan Pablo II responde: “Está en un concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena acogida y al servicio del otro. Si es cierto que, a veces, la eliminación de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma malentendida de altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que acaba por ser la libertad de los ‘más fuertes’ contra los débiles destinados a sucumbir” (EV, n. 19b).
El Evangelio de la vida
El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Jesús mismo se define a sí mismo como el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6). Jesús es la vida misma, por eso tiene la capacidad de dar su vida para que los demás tengan vida abundante. Jesús da su vida para recobrarla de nuevo. A Jesús nadie le quita la vida, es Él quien la da voluntariamente. Tiene poder para darla y recobrarla de nuevo. La orden que Jesús ha recibido del Padre es precisamente esa: dar vida abundante (Jn 10, 11-18).
A la luz de la fe en Cristo Jesús podemos afirmar el valor incomparable de la persona humana. El hombre está llamado a una plenitud de vida que está más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación misma de la vida de Dios. Jesús nos ha revelado que la vida humana tiene como fin último el encuentro con Dios cara a cara y así la vida alcanzará su plena realización en la eternidad (1Jn 3, 1-2).
Por otro lado, la Iglesia sabe que este Evangelio de la vida, recibido de su Señor Jesucristo, tiene un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente e incluso no creyente. Pues hay que decir que todo hombre que se abre sinceramente a la verdad, a la justicia y al bien, aún en medio de dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y con la ayuda de la gracia de Dios, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término y afirmar el derecho de cada ser humano a ser respetado totalmente en este bien primario que le corresponde. Es en el reconocimiento de este derecho en donde tiene su fundamento la convivencia humana y la misma comunidad política (EV, n. 2).
La Iglesia, servidora de la vida
La Iglesia, cuerpo y esposa de Cristo se siente llamada a anunciar a los hombres de todos los tiempos el Evangelio de la vida, el cual es fuente de esperanza inquebrantable y de verdadera alegría para cada época de la historia. El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio. De ahí que la Iglesia sienta la obligación de:
Acoger la vida
La Iglesia ha recibido el Espíritu de Jesús para proseguir su obra en el mundo. Ella se sabe convocada por su Señor para optar radicalmente por la vida, como Él. Por eso acoge en sus manos la vida de la humanidad desfallecida o convaleciente, y quiere ayudar a que esta se restablezca mientras espera la venida del Señor. Ella acoge con respeto sagrado la vida que se gesta en el vientre materno y la acompaña todos los días a través del proceso de la existencia hasta el trance doloroso de la muerte.
Defender la vida
La Iglesia se empeña para que en el mundo prevalezca una “cultura de la vida”. Que la vida plenamente humana, no el mero subsistir, sea efectivamente lo primero para personas y pueblos. Que nadie se atreva a atentar contra el valor sagrado de la vida. La Iglesia sabe que es parte integrante de su misión el defender la vida. Por eso denuncia proféticamente a los que se hacen cómplices de la muerte y de la esclavitud de sus hermanos.
Celebrar la vida
La Iglesia ha aprendido de su Señor a celebrar la vida. En todos los sacramentos de la fe –en especial en la Eucaristía– la Iglesia celebra la acción que da la vida. Y en cada Sacramento ella ofrece al pueblo de Dios lo mejor de su vida. Al celebrar la liturgia nos convoca a ser fieles al Dios de la vida. Por esto nosotros sabemos que promover la vida es una manera de dar culto a nuestro Dios (St 1, 27). De ahí el aprecio especial hacia aquellos que, ya sea por medio de las obras corporales y espirituales de misericordia, ya sea en el trabajo educativo, social y político, luchan contra el poder de la muerte, ya sea en el plano individual, ya en el esfuerzo colectivo por superar las “estructuras de pecado” que impiden la vida en nuestra sociedad (EV, n. 83-86).
Ramón González Ramos
— — — —-
*Ramón González Ramos es sacerdote y licenciado en Teología Moral por la Universidad Pontificia de México.