Empezamos el año con graves desajustes en la economía mundial, que de una u otra forma nos afectan, por el sistema globalizado en que nos movemos. Muchas empresas han despedido trabajadores y el desempleo avanza en forma despiadada. No será posible alcanzar el crecimiento económico previsto. La migración no se detiene. Los negocios ilícitos, la corrupción y la violencia organizada parecen irrefrenables.
Por otra parte, el derroche que hicieron algunas personas en las fiestas navideñas contradice la queja generalizada de que no alcanza el dinero. Los gastos en comidas y bebidas, vacaciones y regalos, constituyen una ofensa para tantos pobres que nada de esto pueden disfrutar. El exceso de celulares, más de 80 millones en nuestro país, es una contradicción con la pobreza que decimos sufrir. Pareciera que no hay crisis.
El egoísmo de las grandes potencias económicas, personales y asociadas, que olvidan y explotan a los países y grupos marginados, es una infamia a la humanidad.
Jesús se hizo pobre para enseñarnos a ayudar
El Papa Benedicto XVI señaló en los primeros días de enero: “No hay sombra, por más tenebrosa que sea, capaz de oscurecer la luz de Cristo. Por este motivo, en los creyentes en Cristo no desfallece nunca la esperanza, y tampoco hoy, ante la gran crisis social y económica en que se encuentra sumida la humanidad… Lo que nos da ánimos y orienta nuestra actividad, tanto en los momentos buenos como en los malos, es la gran esperanza fundada en las promesas de Dios”.
En su homilía de Año Nuevo, el Sumo Pontífice nos habló de dos clases de pobrezas: “Por una parte, la pobreza elegida y propuesta por Jesús; por la otra, la pobreza que hay que combatir para hacer al mundo más justo y solidario. El nacimiento de Jesús en Belén nos revela que Dios eligió la pobreza para sí mismo en su venida en medio de nosotros. Pero hay una pobreza, una indigencia, que Dios no quiere y que hay que combatir; una pobreza que impide a las personas y a las familias vivir según su dignidad; una pobreza que ofende a la justicia y a la igualdad y que, como tal, amenaza la convivencia pacífica. En esta acepción negativa entran también las formas de pobreza no material que se encuentran incluso en las sociedades ricas o desarrolladas: marginación, miseria relacional, moral y espiritual.
La actual crisis económica global debe verse en este sentido como un banco de pruebas: ¿estamos dispuestos a hacer juntos una revisión profunda del modelo de desarrollo dominante, para corregirlo de forma concertada y a largo plazo? Para combatir la pobreza inicua es necesario redescubrir la sobriedad y la solidaridad como valores evangélicos y, al mismo tiempo, universales. No se puede combatir eficazmente la miseria, si no se intenta “hacer igualdad”, reduciendo el desnivel entre quien derrocha lo superfluo y quien no tiene siquiera lo necesario. Esto comporta elecciones de justicia y de sobriedad.
Hermanos en las buenas, pero sobre todo en las malas
Estamos invitados a redescubrir la sobriedad, que significa educarnos para un estilo de vida sobrio, evitar gastos innecesarios y no complacer todos nuestros gustos. No acceder a cuanto piden los niños, sino que aprendan el valor de lo sencillo y no desperdicien la comida. No exigir ir sistemáticamente a restaurantes, ni recorrer todos los nuevos centros de diversión, sino disfrutar en casa y en familia lo ordinario. Quien derrocha corre el riesgo de quedarse sin nada. Hay que administrar y ahorrar. La austeridad es base de prosperidad.
Se nos invita también a redescubrir la solidaridad; es decir, a pensar en los demás, en sus derechos y necesidades; a compartir entre nosotros mismos, con los pobres más cercanos. Habría que revisar cuánto gastan los partidos políticos y los gobernantes en publicidad, regalos, relaciones públicas, viajes suntuosos, sobre todo en tiempos de campañas electorales, habiendo tantos jornaleros, campesinos e indígenas con graves carencias para sobrevivir. Urge impulsar medidas macroeconómicas que protejan a los más desvalidos Se pide solidaridad a los dueños de capitales, a los organismos y centros financieros, para generar un nuevo sistema económico mundial. El egoísmo nos destruye y desestabiliza.
Felipe Arizmendi Esquivel,
Obispo de San Cristóbal de Las Casas