Hace cincuenta años

 

Después de pensarlo un poco, pues no soy partidario de las autoconmemoraciones, decidí escribir  sobre lo vivido hace cincuenta años. Entonces tomé la decisión, sin duda impulsada por el soplo divino sobre los signos de los tiempos, que me condujo a ingresar al Seminario Diocesano de Tepic.

Una mañana —tal vez el 15 o el 16 de octubre de 1964— amanecí convencido de que mi camino hacia el futuro era el Sacerdocio. A lo largo del año había tratado de tener claridad mientras corría el tiempo y estudiaba el segundo y último curso de preparatoria en el entonces Instituto de Ciencias y Letras de Nayarit, antecedente de la universidad nayarita. Tuve en mente optar por la carrera diplomática, y para ello leí con cuidado un libro editado por la UNAM en el que se definían las opciones universitarias: había que cursarla en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y la salida profesional era el servicio exterior mexicano, es decir, los consulados y las embajadas de nuestro país. Todavía el número de plazas disponibles era alto y la posibilidad de conseguir una relativamente sencillo. No obstante, también me inclinaba a la carrera de Letras Clásicas que ofrecía la UNAM en la Facultad de Filosofía y Letras. Una vez le comenté a monseñor Manuel González, Rector del Seminario, sobre la posibilidad de comenzar a estudiar latín en serio, pues lo que en la preparatoria veíamos con el Padre Enrique Mejía me parecía elemental. Don Manuel me dijo, con su amabilidad característica, que los estudios del Seminario solo se ofrecían a quienes estaban inscritos. Con mi papá conversé varias veces sobre el asunto y él, con la sensatez de la experiencia, me dijo que con las Letras no podría sostenerme bien en lo económico (“No pasarás de maestrillo”) y que solo llegaban a embajadores “políticos fracasados que estorbaban al presidente”. No quedé muy convencido, pero la oposición de mi padre fue tajante cuando, después de una visita que hizo al alto mando de la Secretaría de la Defensa en abril, me dijo: “No te vas a México, pues algo muy feo va a pasar y esa Facultad de Ciencias Políticas es ‘un nido de comunistas’”. Años después comprendí que me hubiera tocado el estallido de 1968 en el lugar preciso donde se originó.

 

Con esas perspectivas salí a vacaciones y me inscribí en la Escuela de Derecho en Tepic, que entonces solo contaba con dos años y un pase automático para concluir los estudios en la Universidad de Guadalajara. En la Ciudad de México compré un buen número de libros de historia que fueron la base para formar mi biblioteca, entre los que destacaba el Diccionario Porrúa de Historia, Geografía y Biografía de México, dirigido por el canónigo de Guadalupe, don Ángel María Garibay que, contra toda buena costumbre, leí de la A y a Z y encontré errores que hice del conocimiento del editor. Para mi sorpresa recibí, junto con una carta de don Francisco Porrúa, un cheque por 300 pesos, cantidad más que interesante entonces, como pago por derechos de autor. En el Suplemento del Diccionario apareció mi nombre en compañía de más de algún ilustre y mis “correcciones” fueron lo primero que publiqué, si bien perdido en un mar de páginas.

En septiembre comencé a estudiar Derecho. No me disgustaba aunque tampoco me entusiasmaba la posibilidad de ser abogado. No faltaron las oportunidades de participar en algún concurso de oratoria y de sentirme en un ambiente intelectualmente estimulante en un Congreso Internacional de Sociología que tuvo lugar en Tepic, a principios de octubre, gracias a los aires novedosos que corrían en el gobierno del doctor Julián Gascón Mercado, primer profesionista que fue gobernador.

 

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La mañana que mencioné le expuse a mi mamá en el desayuno mi idea de entrar al Seminario. Ella me respondió con gesto de sorpresa: “Me alegro… A ver qué dice tu papá”. Salí a la calle y me encontré a dos amigos que habían sido mis condiscípulos en la secundaria y que eran entonces seminaristas: a Mario Dónjuan y a Roberto Villalobos. El encuentro me pareció señal clara de que debía seguir adelante en mi empeño. Al terminar la comida le expuse a mi papá mi intención. Por respuesta escuché: “Ve a ver al cura Mejía y lo que él te diga, eso haces”. Ni tardo ni perezoso me dirigí a la casa del Padre Mejía en la calle que hoy lleva su nombre. Él me oyó, se terció la sotana y  me llevó con el señor Obispo Hurtado quien, después de oír a don Enrique, me admitió sin mayor trámite, a pesar de que el curso escolar ya había comenzado. Esa misma tarde retiré mi inscripción de la Escuela de Derecho, fui al Seminario en “El Tecolote” donde el Padre Ricardo García Lepe me dio una hoja para que hiciera mi solicitud de ingreso y al día siguiente entré a formar parte de los alumnos del Seminario. Por las tardes a Gonzalo Gutiérrez y a mí el Padre Pablo Maciel nos daba clases especiales de latín para ponernos al corriente con los demás, de manera que en dos años pudiéramos concluir la etapa de Humanidades. El apoyo del Padre Mejía siempre estuvo presente y en noviembre, con motivo de que cumplí 17 años, recibí una preciosa carta de mi papá en la que me exponía que siempre había querido que sus hijos siguieran el camino que ellos decidieran.

 

Cincuenta años han pasado y la mirada que dirijo al pasado coincide con la que dirijo al futuro: mi vocación al Sacerdocio no admite dudas. La Providencia divina, como regalos extraordinarios me ha permitido, además, sobre todo en el tiempo que acompañé de cerca a monseñor Adolfo Suárez en sus tareas de acercamiento entre la Iglesia y el Estado, ejercer la diplomacia y dedicarle tiempo a cuestiones jurídicas. Las Letras han estado siempre a mi lado y el arte llegó sin llamarlo. La Historia como ciencia y “maestra de la vida”, ni se diga.

 

Doy gracias a Dios.

 

Pbro. Dr. Manuel Olimón Nolasco

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Comentarios al autor: (manuelolimonnolasco98@gmail.com)

 

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