Editorial
Los tiempos que vivimos nos interpelan a cada momento, pues cada día se suscitan hechos que trascienden los planos noticiosos para instalarse en nuestro quehacer cotidiano: “Nos afligen pero no nos desconciertan los grandes cambios que experimentamos”, se lee en el Documento de Aparecida (n. 20) avizorando un futuro que requiere una preparación y decisión cada vez mayores. La Iglesia en América, particularmente en México y de manera especial en Tepic, requiere que muchos católicos convencidos y comprometidos se lancen a la aventura de la misión: ser pescadores de hombres es hoy una tarea de carácter urgente.
En este tenor, la realización del Congreso Nacional Juvenil Misionero (CONAJUM) en la Diócesis de Tepic constituye más que la satisfacción de ser anfitriones de un evento misionero, que reúne a las juventudes de todos los rincones de la República Mexicana: es la coyuntura perfecta para convertirnos en los primeros seguidores de Jesucristo. Se trata de abrigar y dar esperanza, de estar ciertos de que ir en busca de los que no conocen a Jesús es comprometerse no sólo con la vida propia, sino depositar, confiados, todo lo que se tiene en la vida futura.
Los obispos reunidos en la ciudad brasileña de Aparecida dejaron consignado, en el documento conclusivo de la reunión, que la primera misión de la Iglesia es evangelizar, recogiendo, a su vez, el mandato de Jesús, que anunció la buena noticia del Reino a los pobres y pecadores. La Gran Misión Continental que idearon e inauguraron los prelados de América en aquel encuentro, hoy se revitaliza en nuestra diócesis: la Iglesia que peregrina en Tepic ha aceitado y puesto a tono la máquina de discípulos misioneros que llegará a todos los rincones del territorio diocesano; esa es la encomienda que se nos ha hecho.
Jesús pasó haciendo el bien, aliviando enfermedades, compartiendo su fe, dándose a sí mismo con alegría: Él encarnó la figura ideal del misionero, del trabajador incansable en la construcción del Reino de su Padre; del mismo modo, el discípulo misionero, en consonancia con el compromiso de la Iglesia de cumplir su misión siguiendo los pasos de Cristo, debe solidarizarse con “todos cuantos yacen al borde del camino pidiendo limosna y compasión”, compartiéndoles “la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte” (DA, n. 32).
Como operadores de la viña del Señor, insertos en un contexto particular –Diócesis de Tepic, parroquias y comunidades–, debemos sentirnos “interpelados a discernir los ‘signos de los tiempos’, a la luz del Espíritu Santo” (DA, n. 33): pérdida de sentido de la vida, ausencia de valores, familias desarticuladas, educación carente de trascendencia; con el fin de que nuestra acción evangelizadora abarque todas las dimensiones posibles: eficacia, mayor número de oyentes, asiduidad a los sacramentos, conversos al catolicismo, fortalecimiento de la fe, esperanza en Dios.
“La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio” (DA, n. 32); en ese estado de animosidad y esperanza se han de acometer todas las manifestaciones de la situación social que nos rodea, porque como lo subraya el texto legado en Aparecida, “en la generosidad de los misioneros se manifiesta la generosidad de Dios, en la gratuidad de los apóstoles aparece la gratuidad del Evangelio” (n. 30).
¡Manos a la obra!