Editorial
Jesús nos lo dejó dicho con todas sus letras. Más aún, puso todo su empeño en que guardáramos sus palabras para no olvidarlas, para tenerlas presentes todos los días de nuestra vida. En el centro de su misión salvadora, en su paso por la tierra, Jesús tenía claro que no había otro modo de encontrar la verdadera vida. Dijo: “Nadie va al Padre si no es por mí”. Ese es el camino, para ir a la Casa del Padre hay que volver los ojos a Jesús. Jesús y su Padre son Uno. Y porque acceder al Padre supone entonces la mayor gracia para el cristiano: en Él encontramos refugio y amor, en su seno amoroso de Padre hay cabida para todas nuestras tribulaciones y pesares, incluso para depositar con esperanza todo aquello que nos reconforta y que nos dignifica como personas, como sus hijos. Recordemos lo importante, somos sus hijos y Él, nuestro Padre.
En este mes celebramos el Día del Padre. Una fecha que sirve como pretexto para reflexionar en la figura paterna, para darle el honor que merece. Hay que procurar hacerlo todo el año, pero hoy se presenta esta coyuntura que debemos aprovechar para reconciliarnos con nuestro Padre eterno. Somos indignos y poco merecedores de su gracia y perdón, lo sabemos, pero Dios no sabe guardar rencores y mucho menos traer a cuento todo lo pasado, esa cantaleta no es digna de Él: basta con que vea nuestro arrepentimiento y nuestra intención de rectificar nuestra vida para que, con los brazos abiertos y una ancha sonrisa en el rostro, Él nos reciba de vuelta en su Casa, y nos incorpore al grupo de sus elegidos. Él sabe que nosotros, como los sarmientos, nada podemos alejados del cobijo de las ramas; el fruto sería estéril, intrascendente.
El hijo pródigo, en el fondo, sabía que su padre no lo rechazaría si él decidía volver a la casa paterna. Después de dilapidar todo lo que poseía, y movido por la necesidad, pero también por ese fuego de amor que lo abrasaba, se puso de pie, se irguió de su espíritu satisfecho y hedonista y levantó la vista al cielo. Así pues, con esta honda convicción, un día se puso en camino. En el caminar hay un encuentro, que era lo que buscaba. Como él, estemos ciertos de que Dios no cerrará las puertas de su casa si decidimos retornar con Él, si hoy detenemos nuestro camino errado, damos vuelta y emprendemos el retorno tan anhelado por el Señor y tan urgente y necesario para nosotros. Nuestra pequeñez va a alcanzar alturas insospechadas.
Apenas pudo verlo en el camino, al padre de aquel hijo que volvía después de mucho tiempo y tribulaciones, lo inundó la alegría y dispuso todo lo necesario para darle un real recibimiento. No se detuvo a pensar, ni por un solo instante, en lo ingrato que se había portado su hijo al marcharse, tampoco pensó en el desdén y el dolor que le infligió con su actitud hedonista y mundana; más bien se le vino a la mente lo desgraciado que había sido sin su hijo, la atribulada vida que había llevado desde el momento de su partida: animado por ese amor tan grande corrió a su encuentro. Ya frente a él, no le pidió cuentas, ni le reclamó, ni le pidió explicaciones de ningún tipo, ni lo rechazó por todos los agravios. Lo abrazó, lo amó, le procuró todo el bien posible del que era capaz.
Ese padre es nuestro Padre Dios, y nosotros, para qué negarlo, ese hijo pródigo que después de tanto agravio y mal que le hacemos, tras tanto tiempo de ignorarlo o de rechazarlo, somos afortunados porque las puertas de su Casa nunca estarán cerradas para nosotros, así nos empecinemos en negarlo, así malgastemos las preciadas horas de vida que nos regala. Volvamos a la Casa del Padre, ahí hallaremos la cura de nuestros dolores, el perdón de los pecados y un Padre amoroso que estará feliz de vernos de regreso ante Él.