El oficio periodístico en México es una vocación arriesgada. Continuamente nos enteramos de la muerte violenta, desaparición o amenazas a reporteros y columnistas a lo largo y ancho del país. El mes pasado, para no ir muy lejos, la camioneta de un reportero gráfico de La Jornada fue incendiada en el centro de la ciudad de Zacatecas. Por fortuna, en este hecho no hubo que lamentar pérdida de vidas humanas; sin embargo, el acto constituye un “mensaje de amenaza” para el reportero. Sabemos que el país desde hace tiempo atraviesa una etapa de inseguridad generalizada, sin embargo, los periodistas, y los mismos medios de comunicación, son continuamente blanco de ataques por parte del crimen organizado.
El dedo en la llaga
Organizaciones internacionales han denunciado una y otra vez que México es un país que carece de medidas de seguridad para que se ejerza el oficio periodístico. De unos años para acá, sin embargo, este embate se ha visto recrudecido por un clima de violencia que, si bien existía ya décadas atrás, se ha desatado drásticamente en tiempos cercanos. Ataques a sedes de oficinas de periódicos, televisoras y estaciones de radio; amenazas, levantamientos, desapariciones y asesinatos de periodistas en diversos puntos de la República dejan en claro que el periodismo es un fuerte contrincante de quienes detentan el poder oculto tras el dinero fácil y el imperio de la ilegalidad y la impunidad. Basta la publicación de una pequeña nota sobre alguna anomalía (poner el dedo en la llaga) para que, más temprano que tarde, salte la liebre por donde menos se le espera: al autor de la nota o reportaje se le persigue para comprarlo, silenciarlo, amenazarlo, golpearlo.
Problema viejo
En los primeros días de diciembre del año pasado murió Vicente Leñero y en los primeros días de enero de este año, Julio Scherer García. Dos grandes del periodismo crítico en este país. En este tenor, hace unos días –todo mundo se percató del hecho– la cadena MVS despidió a la periodista Carmen Aristegui. ¿El motivo? La cadena ha argumentado varios, todos endebles y cuestionables; la hipótesis más certera apunta a que su grupo de investigación (dos de sus miembros fueron despedidos antes que la periodista) desveló públicamente lo de la famosa Casa Blanca, que se convirtió en escándalo: y eso provocó lo que Jorge Zepeda Paterson, en un artículo publicado en el diario español El País, llamó “la pérdida de poder” de nuestro presidente. Lo de Aristegui no pasa desapercibido por su mediatez (las redes sociales y numerosos medios del país y del extranjero han hecho eco del despido “injustificado”), por su larga carrera como periodista bien formada y crítica; pero, más allá de esto, son numerosos los periodistas que se quedan sin trabajo en este país de la noche a la mañana o que subsisten en muchos medios bajo condiciones laborales muy lejos de estar a la altura de la dignidad de la persona humana.
Periodismo encubierto
El periodista alemán Günter Wallraff, que ha trabajado encubierto la mayor parte de su vida para poder hacer periodismo de investigación (en fábricas de la sociedad industrial alemana para denunciar las terribles condiciones de los trabajadores, por ejemplo) quizá encarna el oficio periodístico de estos tiempos: ¿será necesario inventarse otra personalidad, crear un mundo ficticio para poder ejercer el oficio de periodista?, como Wallraff (de cuyo método radical de trabajo se ha derivado la palabra wallraffen, que quiere decir “mi mayor temor es ser descubierto”), ¿habría que ser un trabajador encubierto para dar a conocer a la sociedad hacia dónde está yendo el país, en qué se gasta el dinero público, qué hay detrás de alguna tragedia –guardería ABC, por ejemplo–? El periodismo, sí, es una vocación tremendamente arriesgada.
Jacinto Buendía
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