Una beatificación sin ruido

El 14 de octubre le escribí a Monseñor Carlos Aguiar, quien se encontraba en Roma en la asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, lo siguiente: “[…] Me alegré mucho al ver tu nombre en la lista para redactar el documento conclusivo. He estado pendiente del desarrollo de la asamblea y me ha parecido estupendo. Espero muchos frutos. ¿Estarás en la beatificación del Papa Paulo VI? Cómo me habría gustado estar. ¿Te acuerdas cuántas veces estuvimos en sus celebraciones?”.

El día 18 respondió a mis líneas: “[…] Compartimos ese gozo de conocer, saludar y escuchar a quien mañana la Iglesia declarará beato. Desde que supe que vendría al sínodo y que su clausura coincidiría con la beatificación de Paulo VI, lo consideré como un gran regalo de Dios.

Vengo llegando de la última sesión, y gracias a Dios logramos una redacción que alcanzó la mayoría cualificada excepto en tres párrafos en los que faltó una decena de votos para lograrlo. Pero lo más emotivo fueron las palabras del Papa alentando el camino colegial y sinodal recordando nuestra condición de siervos y la suya de siervo de los siervos de Dios… En fin, una experiencia eclesial intensa y consoladora”.

En ese intercambio quedó de manifiesto el peso formativo que hace cuarenta años recibimos en Roma del Papa Montini y que no es solo un recuerdo nostálgico, sino que integró a nuestro itinerario personal sus enseñanzas y su seguimiento fiel a los lineamientos del Concilio Vaticano II. Frente a los detractores que decían que el Concilio había hablado del hombre y no de Dios, él subrayó con San Ireneo que después de la Encarnación, “el Verbo trajo consigo toda novedad”.

Por otra parte, no fue casual que en la clausura de la asamblea sinodal se hubiera realizado la beatificación. Él instituyó el sínodo siguiendo las sugerencias de los Padres conciliares e impulsó  temas fundamentales: el nuevo derecho canónico, el ministerio sacerdotal, la justicia en el mundo y  de uno de ellos, que nos tocó seguir de cerca como estudiantes del Colegio Pío Latinoamericano, surgió, con el toque maestro de Paulo VI, la carta magna de la evangelización, parteaguas en el derrotero de la Iglesia en este mundo de hoy, Evangelii nuntiandi (El anuncio del Evangelio). Jamás se borrarán de nuestra memoria las palabras con las que se cerró el Año Santo 1975: “Nosotros, peregrinos de este espléndido y babélico siglo, hemos osado tocar la puerta de la misericordia divina…” O las de sublime belleza en la canonización de Beatriz da Silva Meneses.

Ese hombre, testigo privilegiado del paso del siglo XX, llegó a los altares sin hacer ruido, con la discreción con la que pasó por ese tiempo difícil pero emocionante: el inmediato posconcilio. Y si algunos dudaron de su condición de seguidor humilde de Jesús, acaso por su porte aristocrático y delicada formación, no han sabido cómo su trayectoria, desde la cuna hasta la tumba, estuvo empapada en un ánimo espiritual profundo unido a la diáfana huella de un humanismo bebido en las fuentes de la Biblia, la literatura clásica y contemporánea y muy especialmente, en la meditación de los signos de los tiempos. Hacia 1967, el académico francés Jean Guitton desplegó en las hojas de un libro, al modo de un multicolor vitral gótico, la interioridad de Montini: su optimismo por el mundo moderno no ilusorio sino teñido de esperanza, su capacidad de amistad duradera y fiel, su práctica del diálogo como método y estilo de vida.

En lo que respecta a su apertura a la modernidad, considerada como don divino, me llamaron mucho la atención los testimonios positivos de Dario Fo, el controvertido dramaturgo italiano y el de Ted Neeley, uno de los promotores de la ópera rock Jesus Christ Superstar. Este último escribió: “[…] No olvido la amplitud de miras de Paulo VI. Su lúcida comprensión de que los años setenta, los de los ‘Hijos de las flores’ y del pacifismo estuvieron más abiertos que otras décadas a la comprensión y a la difusión de Cristo y su legado”.

La amistad lo llevó a ofrecer su vida a cambio de la de Aldo Moro, secuestrado por las Brigadas Rojas en los “años de plomo” de Italia. Con él había forjado el difícil proyecto democrático de la posguerra y las bases de un nuevo orden internacional, signado en el memorable discurso a la Asamblea General de la ONU el día de San Francisco de Asís de 1965. Paulo VI se atrevió a definir la política como “la forma más elevada de la caridad”.

Una santidad no común ni ordinaria la de este Papa, cuya vida entera se nutrió del Evangelio y del amor a la Iglesia. En su testamento confesó: “Solo el amor a la Iglesia me salvó de mi selvático egoísmo”. ¿Qué más podemos pedir?

 

Pbro. Dr. Manuel Olimón Nolasco

 

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