Distinguidos miembros de la Honorable Legislatura del Estado:
Señoras y señores:
Agradezco la oportunidad de tomar la palabra. Lo hago como ciudadano de este precioso estado, y como universitario. Lo hago –como es natural– desde la convicción y el servicio de la Iglesia Católica como “conciencia ética de la humanidad” directamente sobre el tema y las circunstancias históricas que nos han reunido.
El 3 de junio, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación emitió la tesis jurisprudencial según la cual: “La ley de cualquier entidad federativa que, por un lado, considere que la finalidad del matrimonio es la procreación y/o que lo defina como el que se celebra entre un hombre y una mujer, es inconstitucional”.
A primera vista, el lacónico texto es sólo digno de obediencia, como lo entendió, por ejemplo, el gobernador del estado de Guerrero, Rogelio Ortega Martínez, quien presentó una iniciativa de ley el 3 del presente julio “que tiene como finalidad redefinir la institución jurídica del matrimonio en cumplimiento a la obligación que se deriva de las tesis de jurisprudencia 46/2015 y 43/2015″. Sin embargo, un acercamiento más cuidadoso revela que su alcance, en apego a la Ley de Amparo en su artículo 192 y a la propia Constitución, solamente obliga a los jueces federales y estatales previo amparo aceptado. A fin de que hubiera obligación de cambiar las leyes haría falta que el pleno de la Corte, con mayoría de ocho votos, hiciera una “declaratoria general de inconstitucionalidad” la cual, después de probar cinco criterios consecutivos y en el mismo sentido sobre una norma jurídica específica (por ejemplo, de algún estado) obligaría únicamente al estado en cuestión y no al país entero (véase Programa de derecho constitucional, de Raúl González Schmal). Por consiguiente, las legislaturas estatales no están obligadas a reformar los códigos civiles o familiares sino bajo esas condiciones.
Además, en virtud del federalismo, en el orden jurídico mexicano, la regulación del matrimonio es competencia de los órdenes estatales y toda la legislación, constitucional u ordinaria, local o federal en materia civil, penal, laboral o administrativa se refiere de modo explícito o implícito al matrimonio como la unión de un hombre y una mujer.
La Corte se basó en el artículo 1° de la Constitución general de la república, reformado el 10 de junio de 2011. Esa reforma, sin duda importante, superó el positivismo jurídico de la redacción original que hablaba de otorgar derechos y parte de la existencia previa de éstos, de su reconocimiento. El texto vigente enumera derechos humanos siguiendo en su mayor parte el texto de los pactos internacionales y enuncia la obligación de no discriminar haciendo mención no exhaustiva de posibles campos de aplicación (véase texto constitucional vigente). El carácter enumerativo del artículo deja abierta la tarea de precisar el alcance de los conceptos y su aplicación a los textos legislativos secundarios.
A pesar de que la tendencia, sobre todo en Occidente, es a considerar como absoluto al individuo (subjetivismo) y a deslizar el contenido de la palabra sin analizar a fondo el concepto (nominalismo), los derechos humanos y la discriminación sólo pueden sustentarse en la noción (negada por muchos en la teoría pero aplicada en la práctica), de naturaleza humana y derecho natural. El matrimonio no es un acto, un espacio o una institución individual sino social.
No obstante, el ambiente dominante en la cultura contemporánea pasa por un período donde se sustituyen significados o se acuñan lenguajes (son ejemplos el “de género” y su “perspectiva” o el adjetivo “igualitario” que aplana todos los matices del sustantivo y evita el término “homosexual”), de tal modo que el ambiente legal y las leyes mismas adquieren expresiones que responden a conceptos procedentes de ideologías (entiendo por esta palabra una visión del mundo parcial o partidista que pretende ser total) con base en presión sobre la opinión pública, los legisladores y los tribunales. En el caso que nos ocupa, la argumentación de la Suprema Corte, es en realidad, metajurídica e ideológica. Leo: “[…] La razón por la cual las parejas del mismo sexo no han gozado de la misma protección que las parejas heterosexuales no es por descuido del órgano legislativo, sino por el legado de severos prejuicios que han existido tradicionalmente en su contra y por la discriminación histórica”. La superficialidad y parcialidad de esas frases es patente y no excluye, si somos rigurosos como debemos serlo, al Código Civil de 1870 promulgado por el presidente Juárez y el de 1928, por el presidente Calles, cuyo nombre todavía encabeza el reformado para el Distrito Federal en 2010.
Entre hombre y mujer no existe igualdad anatómica, fisiológica o psicológica. Si bien algunos papeles históricos han obedecido a condicionamientos culturales y a variantes de configuración social, la igualdad social y jurídica entre los hombres y las mujeres y el fomento de la extirpación de conductas discriminatorias no suprime las diferencias si bien toma en cuenta la complementariedad. La procreación y la maternidad, por ejemplo, no son intercambiables entre los sexos y por consiguiente esa realidad diferenciada no funda algún tipo de discriminación. El matrimonio, pues, no equivale a otro tipo de relación sexuada o no y es una institución única en su género.
En el derecho constitucional mexicano, la protección de la familia como realidad social (art. 4., párrs. 1 y 5) abona la consideración de la finalidad del matrimonio como procreación de la especie y tanto el texto como la exposición de motivos y los debates de la reforma del art. 40, se refieren a la familia heterosexual y monoparental.
Lo anterior, que puede ser analizado con extremo cuidado si hace falta cuestiona, además de la mención sobre los “prejuicios”, “el derecho a casarse” como lo expuso la primera sala de la Corte:”[…que] no sólo comporta el derecho a tener acceso a los beneficios expresivos [?] asociados al matrimonio, sino también el derecho a los beneficios materiales que las leyes adscriben a la institución…” Así como otras afirmaciones: “[…] negar a las parejas homosexuales los beneficios tangibles e intangibles… accesibles a las personas heterosexuales a través del matrimonio implica tratar a los homosexuales como si fueran ‘ciudadanos de segunda clase’”. Al no haber igualdad en las raíces, no existe discriminación y tampoco se “ofende a la dignidad e integridad de las parejas del mismo sexo” como también sostuvo la Corte. Discriminar significa “diferencia injustificada para negar la igualdad ante la ley”. Si no hay diferencia válida que amerite un trato jurídico diferente, no existe discriminación sino causa relevante que justifica la diferencia de trato. El mismo Código Civil del Distrito Federal, modificado en 2010, presenta en el fondo esa base. A pesar de que suprimió en su art. 146 la diferencia de sexos (el texto vigente dice “Matrimonio es la unión libre de dos personas para realizar la comunidad de vida donde ambos se procuran respeto, igualdad y ayuda mutua”), al tratar de los impedimentos matrimoniales (art. 156, párr. VIII) incluye: “la impotencia incurable para la cópula”… Sin comentarios.
Queda abierta, desde luego, la posibilidad de un estatuto jurídico bien pensado y ponderado que explicite derechos y obligaciones a partir de la convivencia y de la “unión consensual”.
A pesar de la contundencia verbal de la tesis de la Suprema Corte, la profundidad y la sustentación jurídica propia y de sus bases son débiles, pues no se trata, como tanto se ha comentado, sólo de cuestiones semánticas, culturales o de énfasis retórico. Tanto en el caso del Código del Distrito Federal como el de Oaxaca en 2013, trascrito en un texto largo y complejo (Amparo en revisión 152/2013), primer paso a la jurisprudencia del año actual, modificaciones jurídicas verbales simples trastocan profundamente la institución del matrimonio. Ésta, concebida ética, jurídica, social y culturalmente fue desnaturalizada en su esencia por una resolución de la Corte que es, si se analiza con cuidado material y formalmente, inconstitucional. Se pretende que un acto de voluntarismo cambie la naturaleza de una institución.
Las legislaturas de los estados, pues, no pueden ahorrarse una reflexión ilustrada y generosa sobre lo que se encuentra en juego e incluso asomarse a otras áreas que se plantean como retos: al suprimirse la procreación y la diferencia de sexos como elementos constitutivos del matrimonio, se abren interrogantes en materia de paternidad, filiación, identidad personal, parentesco y consanguinidad, patria potestad, herencia, adopción y acerca del criterio del “bien superior del niño”. También los recursos tecnológicos que existen o pueden existir: bancos de semen, óvulos y embriones congelados, vientres subrogados, fecundación “in vitro” y la posibilidad de manipulación eugenésica (literalmente “buena raza”) de la reproducción humana, piden un marco ético para la tutela social y jurídica adecuada, justa y respetuosa de la identidad singular y la dignidad humanas. La absolutización de la voluntad individual puede llevar, como de hecho ha llevado en algunos países, a la despenalización de la eutanasia activa (literalmente “buena muerte” aunque expresada con fines proselitistas como “muerte digna”) y a que la tecnología genética, cuyo alcance está lejos de naciones y personas con menores recursos económicos, apunte a una especie de selección tecnocrática con lugar sólo para los “más dotados” y favorezca un lento genocidio de los pobres y los “menos dotados”. Aquí cabe la llamada de atención reiterada del Papa Francisco, incluida en la Encíclica Laudato Si’, sobre nuestra casa común, para evitar caer en la cultura del descarte o del desecho no sólo en cuanto a los recursos naturales sino a la misma vida humana y –algo fundamental para juristas y legisladores–: evitar el “riesgo de fragmentar los saberes y perder el sentido de totalidad” (n. 110).
Tiempo oportuno es éste, Señores legisladores, de ir a fondo, de superar el apresuramiento y la improvisación, la selección de temas “políticamente correctos”; de aceptar consignas o tomar decisiones con consecuencias imprevisibles. Tiempo es de ser reactivos frente a la invasión de la dictadura de las ideologías y del centralismo político, de la velada marginación del quehacer legislativo de parte del poder judicial. De decidir en conciencia y desde las convicciones personales y compartidas teniendo clara tanto la dignidad humana como la responsabilidad de ser representantes populares. No será inútil preguntarse si los cambios pretendidos obedecen al modo de ser y a las aspiraciones de los nayaritas. El artículo 24 constitucional, reformado el 19 de julio de 2013, nos da tranquilidad y audacia a la vez: “Toda persona tiene derecho a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión y a tener o adoptar, en su caso, la de su agrado”. Los diputados no pueden ser la excepción.
La Iglesia Católica, “experta en humanidad” según expresión del Papa Paulo VI en la Asamblea General de la ONU, no propone su palabra desde un “legado de severos prejuicios”, sino como servicio honesto y humilde que lleva en la mente y el corazón el futuro integral de la humanidad. Ese servicio he venido a dar aquí.
Gracias.
(Participación en la mesa redonda organizada por la XXXI Legislatura del Congreso del Estado de Nayarit a propósito de la tesis jurisprudencial de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Tepic, Nayarit, 21 de julio de 2015).
Pbro. Dr. Manuel Olimón Nolasco