El silencio, siendo uno, tiene distintos matices como el amanecer y el atardecer que nos deleitan con su gama de colores. Existe el silencio de la oración que se deleita en el gozo del Señor; el silencio de los enamorados que con una mirada desnudan su alma; el silencio del miedo que nos paraliza ante lo desconocido; el silencio de la muerte donde ya no hay palabra y la ausencia toma el lugar de la presencia. Entonces hablar de silencio no es referirnos a un vacío, sino a una situación que trasciende a la palabra, y callamos porque hay algo más profundo que debe ser dicho en el interior y que escapa del ruido, como los rayos del sol parecen correr hacia las nubes.
Sin embargo, hay otro silencio, uno nuevo que tú y yo lo estamos viviendo: El silencio pandémico. Fue un silencio que no habíamos pensado pero que, de un modo que no logro entender aún, es una mezcla de los anteriores que he mencionado. Es silencio de oración; tantas personas han hecho de sus hogares verdaderas ‘iglesias domésticas’, adorando en espíritu y en verdad al Señor, cumpliendo la invitación de Jesús rogando en nuestro cuarto, en lo secreto (Cfr. Mt 6,6), en esa soledad que nos desnuda de cualquier pretensión. En ese silencio doméstico nos hemos purificado también; nuestra fe ha estado puesta a prueba, ¡en nuestro hogar!, y otros muchos que permanecían en tinieblas y en sombra de muerte, abrieron su corazón al Señor.
El silencio pandémico es silencio de los enamorados. El hacer se ha vuelto lo esencial; un eje falso que gobierna nuestras vidas, nuestro modo de ser. El fruto de tantas ansiedades en este tiempo es por no saber ser, por no saber amarnos, por no saber quiénes somos cuando todo se detiene. El silencio de los enamorados no tiene necesidad ni de hacer ni decir tanto, sino de ser, y somos, existimos por un acto de amor de Dios, y somos llamados a vivirnos en el amor, y si no tenemos amor, nada somos (1Cor 13, 2).
El silencio pandémico es silencio de miedo. Cuántos se han visto invadidos por el temor, por la incertidumbre. Parece que como nunca miramos a un futuro tan incierto y la invisibilidad de un virus se hace visible en el rostro de tantas personas que temen por sus vidas y de las de sus seres queridos. Lo que antes era una rutina diaria, se ha visto impregnada de miedo, porque un enemigo invisible nos acecha, y es indudable que se teme lo que no se ve. Vivir con miedo no es vivir; es una agonía que seca nuestro corazón.
Por último, el silencio pandémico es silencio de muerte. Es el silencio de los caídos por este mal: madres, padres, hijos, médicos, ancianos… Lo es también para quienes han perdido a algún miembro de su familia, un amigo. Un silencio de impotencia y dolor por quien se nos ha ido de las manos. Es amargo y hace que nuestro rostro se marque del cansancio que provoca la pérdida; seguramente conocemos a alguien que se nos ha ido a causa de ese mal.
El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. Por eso te invito a que desde nos lees, ores por las personas que viven en cada uno de estos silencios; esto es hacer y ser Iglesia. Hasta la próxima.
Fray Jesús Silván | OFM