¿Símbolo de la desconfianza o de una fe madura?
Tomás, apodado el Mellizo, solo aparece en los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) en las listas de los Apóstoles; en cambio, el evangelio de San Juan lo menciona en tres participaciones espectaculares y contradictorias: en la primera se muestra como un ser apasionado, capaz de arriesgarse a todo cuando, habiendo aparecido en Jerusalén las primeras amenazas en torno a Jesús, invita efusivamente a los demás discípulos diciéndoles: “Vayamos también nosotros a morir con él” (Jn 11, 16); más adelante, ante su cuestionamiento: “Señor, nosotros no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino?”, provocó que Jesús se definiera: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 5-6).
Tomás, ¿hombre de poca fe?
Pero es su tercera intervención la que lo hace entrar en la historia como Tomás el incrédulo cuando, en un primer momento, manifiesta ante la aseveración de sus compañeros de haber visto al Señor resucitado estando él ausente, su incredulidad y exige pruebas palpables de aquello que afirman (cfr. Jn 20, 19-24).
Tomás es violento en su resistencia a creer, pone condiciones, la razón es que para él Jesús ha muerto y continúa muerto; su sufrimiento es enorme por todos los acontecimientos que ha experimentado y no quiere arriesgarse más, pues ya ha sufrido demasiado. Tal vez por eso y por su temperamento se ha alejado y no está con los demás cuando Jesús aparece en medio de ellos. Quizá se siente incómodo entre tanto creyente y el paso de los días ha hecho crecer su incredulidad, a pesar de que el mismo Jesús les había dicho lo que sucedería, pero aún no lo comprendían y por ello el miedo de unos y la ausencia del otro. A la postre, sin embargo, podemos observar que Tomás tiene una fe más grande que sus dudas, una fe que lo sigue uniendo a los demás Apóstoles: regresa a pesar de todo y eso fue su salvación, lo que lo mantuvo unido a los suyos a pesar de la oscuridad, el desaliento, la impotencia y la incertidumbre.
“¡Señor mío, y Dios mío!”
Tal vez hemos sido demasiado duros con Tomás, porque si reflexionamos en el evangelio Pedro, antes de la Resurrección, aun habiendo manifestado su deseo de dar la vida por el Señor (Jn 13, 37) lo niega después tres veces (Mt 26, 69-74). Anteriormente, el mismo Pedro, junto con Santiago y Juan habían presenciado la transfiguración de Jesús y escuchado las palabras del Padre (cfr. Mt 17, 1-5) y, sin embargo, dudaron cuando Jesús es crucificado, se esconden y se llenan de miedo; en su favor vemos que cuando se presenta en medio de ellos, sus dudas se disipan, se alegran y creen en Jesús resucitado y darán después respuestas formidables de fe.
Tomás cometió el error de alejarse, y nadie está peor informado que el que está ausente. Separarse de la comunidad de los creyentes es exponerse a graves fallas y dudas de fe.
Para el apóstol, como ya dijimos, Jesús estaba muerto, como sucede en la actualidad con muchos, para ellos Él se quedó en la cruz y actúan como si estuviera muerto o peor aún, no cuenta en su vida y viven como si esta vida fuera todo cuanto hay. Las dudas de Tomás son también sus dudas, “ver para creer” dice la expresión coloquial, producto de la desconfianza del apóstol. Sí, Tomás es exigente pero no en extremo, no busca el camino para creer en ningún signo de poder, sino simplemente en las llagas. Y ocho días después, de nuevo Jesús se aparece a los discípulos y se dirige expresamente a Tomás para que constate, para que crea (Jn 20, 27); de ahí podemos deducir que la fe es un don gratuito de Dios que supone una moción divina. Jesús resucitado le concede la gracia de despertar a la fe y la respuesta de Tomás, libre y voluntaria, se convierte en una de las más bellas oraciones jamás pronunciadas: “¡Señor mío, y Dios mío!” (Jn 20,28). Ciertamente la fe es regalo de Dios, pero para asentir a ella hace falta un acto de voluntad que, lo sabemos, necesita la ayuda de la gracia.
Creer sin ver
Tomás primero se negará a creer, mas después manifestará su fe de una manera excepcional, más hasta el momento que cualquiera de los demás discípulos: ninguno se había dirigido a Jesús como él lo hizo.
Ver, tocar y palpar fue el recorrido del apóstol para reconocer al resucitado. Creer sin ver, sin tocar, sin palpar es la situación en la que nosotros nos encontramos, nuestra bienaventuranza. Dichosos pues, seamos dóciles a la inspiración divina para que nuestra fe nos impulse a decirles a los que no creen ¡que Cristo vive!
Héctor García, Escuela de Animación Bíblica, CMST
——-
Comentarios al autor: (hec_mex@hotmail.com)