San Pablo: Se abre la puerta de Europa

Se dice que, camino a Damasco, tras de que el Señor interpelara a Pablo respecto a por qué lo perseguía, al transcurrir tres días del hecho no pudo ver ni probó alimento ni bebida. En ese mismo hecho, Pablo le preguntó al Señor en torno a lo que Él quería que hiciera: de perseguidor encarnizado se daba a paso a un hombre que, en primera instancia, mostraba una actitud dócil, de escucha, de obediencia ante el mandato supremo de Dios. Cualidades todas que caracterizarían su vida en adelante.

En este mes de febrero “La Senda” presenta un capítulo más de la vida, vocación y legado del llamado Apóstol de las Gentes.

Hay acontecimientos a veces muy sencillos que tienen una trascendencia enorme. Como el que nos toca ver hoy en la vida de Pablo con la primera Iglesia cristiana en Europa, aunque tal vez ya existiera una anterior en Roma.

Se ponen en camino
Pablo se encuentra en el puerto de Tróade, preguntándose: “¿Hacia dónde voy?”. El Espíritu del Señor Jesús lo saca de dudas. Dormía -si es que podía dormir con tanta ilusión- cuando ve delante de sí, en visión, a uno de aquellos hombres griegos que el amigo Lucas le señalaba con el dedo. La indumentaria del que se le aparecía no lo engañaba. Y más, cuando el hombre se le planta delante y le suplica angustiado: “¡Pasa a Macedonia, y ayúdanos!”.

Se alejó de la visión, y Pablo entusiasmaba después a todos: “¡Vamos a Macedonia! Está sólo a dos días de navegación. No esperamos más”. El grupo lo forman al menos cuatro: Pablo, Silas, Timoteo y Lucas, que va ser en adelante cronista de Pablo y hablará en primera persona, como testigo presencial de todo.

Encuentran a algunas mujeres
Desembarcan los misioneros en Neápolis, y quince kilómetros más allá están dentro de Filipos, ciudad no muy grande, bella; una colonia cargada de privilegios por Roma. Llegado el sábado se dirigen a la vera del río o a los pies de una de las famosas fuentes.

Allí se encuentran con un grupo de mujeres “piadosas”, es decir, creyentes y adoradoras del Dios de Israel, adheridas a la pequeña comunidad judía allí existente, que cada sábado hacen de aquel rincón su lugar de descanso, de reunión y de plegaria. Una de éstas se hará célebre: Lidia, natural de la Tiatira del Apocalipsis, comerciante de telas de púrpura, negocio de lujo y que dejaba dinero.

La primera iglesia
“Nos escuchaba atenta -dice Lucas-, y el Señor le abrió el corazón para que se adhiriese a las palabras de Pablo”. Se prepara bien, se bautiza con todos los suyos, y Pablo tiene que luchar con ella, que quiere alojar en su casa a los misioneros: “¡Gracias!, pero no aceptamos hospedarnos en tu casa, que ofreces con tanta generosidad. Queremos vivir por nuestra cuenta, ganándonos la vida con nuestras propias manos”.

Lidia se mantiene terca: “Trabajen lo que quieran y siéntanse libres. Pero hospedarse, se hospedarán en mi casa”. No hubo remedio, pues “nos obligó”, añade Lucas, y aquella casa acomodada vino a ser la primera iglesia europea, cuidada por Lidia, la primera cristiana europea también.

Un acto con consecuencias
Esta acogida y este primer paso del Evangelio en Filipos resultan una delicia. Aunque el siguiente hecho va a tener consecuencias desagradables. Al dirigirse los misioneros al lugar de oración que ya conocemos, les salía al encuentro en la calle una muchacha pitonisa, bruja, que adivinaba las cosas.

Como era esclava, sus dueños, probablemente sacerdotes paganos, sacaban con ella buenas cantidades de dinero, como todos los adivinos, y más con esta joven que estaba endemoniada. Empezó a gritar: “Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, que anuncian el camino de la salvación”. Esto un día, y otro día. Hasta que Pablo se hartó: “En nombre de Jesucristo te mando que salgas de ella”. El demonio abandonó a su víctima ante la voz imperiosa del apóstol. Pero, ¿cuál fue la consecuencia?

Azotan a Pablo y los suyos
Viendo los amos de la muchacha, liberada del demonio y hecha tal vez cristiana, que habían perdido con ella el negocio que tanto dinero les daba, amotinan a la ciudad, agarran a Pablo y a Silas, los llevan hasta el ágora y los presentan a los magistrados romanos: “Estos judíos alborotan nuestra ciudad y predican unas costumbres que nosotros, romanos, no podemos aceptar”. ¿Judíos?… Esto han dicho los acusadores. Entonces las autoridades romanas toman una precipitada resolución, de la que se van a arrepentir: “¡A azotarlos!”.

Y después de una feroz flagelación aplicada por los lictores con varas, ordenan: “Carcelero, guárdalos bien y con todo cuidado”. El carcelero lo hizo tan bien que los metió en el calabozo más hondo y con los pies sujetados en el cepo.

La mano de Dios actúa
Seguimos contando, pero vale más que dejemos la palabra a Lucas: “Hacia la medianoche Pablo y Silas estaban en oración cantando himnos a Dios; los presos los escuchaban. De repente se produjo un terremoto tan fuerte que se conmovieron los mismos cimientos de la cárcel. Al momento quedaron abiertas todas las puertas y se soltaron las cadenas de todos”.

Momento terrible para el pobre carcelero. Como tenía pena de muerte si dejaba escapar a los presos, y pensaba que todos habían huido aprovechado las puertas abiertas, toma su espada y la dirige a su pecho para matarse. Pablo que lo ve, grita con todas sus fuerzas: “¡No lo hagas, que estamos todos aquí!”. Ahora vino la complicación a las autoridades romanas, cuando mandaron a los lictores: “Vayan, y digan al carcelero que deje libres a los dos presos de ayer”.

El temor de los romanos
Al recibir la comunicación de la libertad, Pablo se planta: “¿Cómo? Después de habernos azotado públicamente sin habernos juzgado, a pesar de ser nosotros ciudadanos romanos, nos echaron a la cárcel; ¿y ahora quieren mandarnos de aquí a escondidas? ¡Eso, no! Que vengan ellos a sacarnos”.

Los lictores transmiten las palabras de Pablo a sus superiores: “¿Ya saben que han azotado y metido en prisión a dos ciudadanos romanos?”. “¿Qué?”. Con el miedo que es de suponer, los pretores piden ahora, con una actitud sosegada, ante el grave castigo que les podía venir a ellos: “¡Por favor, marchen, marchen!”.

Los misioneros marcharon. En Filipos dejaban la Iglesia más querida de Pablo, como lo demuestra la carta que años más tarde les escribirá.

Voces en distintas direcciones
Estos fueron los primeros pasos del Evangelio en Europa, de la que saltará el nombre de Jesús a todo el mundo. Despacio, porque Dios no tiene prisa. Formadas las naciones cristianas de Europa, de ellas surgirán innumerables apóstoles que oirán lo del macedonio. “¡Ven a esta América recién descubierta, y ayúdanos!”. Javier escuchará: “¡Ven a la India, al Japón, a China!”. Daniel Comboni, igual: “¡Adéntrate en África!”. Pedro Luis Chanel, apegando los oídos al suelo, percibirá voces: “¡Ven a las islas perdidas de la Oceanía!”.

Hoy oímos este grito en todas nuestras Iglesias, lo atendemos con la generosidad de Pablo, y el Evangelio corre, no se detiene y va llegando a todas las gentes. Porque la Iglesia misionera responde siempre “¡sí!” al Espíritu que la llama y la envía.

Pedro García, MC

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