Cuando todas las noticias procedentes de Michoacán solo hablaban de fracasos, violencia continuada e ingobernabilidad, el Papa Francisco sorprendió con el nombramiento, para formar parte del Colegio Cardenalicio, de Monseñor Alberto Suárez Inda, Arzobispo de Morelia, capital de Michoacán.
Se trata, sin duda, de un reconocimiento de la trayectoria de don Alberto, hombre de fe firme y a la vez testigo de las situaciones dolorosas de la grey encomendada no solo en las regiones urbanas del estado, sino también de los rincones apartados, donde los tentáculos del narcotráfico se han asentado. Es, además y primordialmente, un signo claro de la atención del Santo Padre a esa región mexicana necesitada de atención y aliento, desde la cual la palabra de los obispos, encabezados por Suárez Inda, se había levantado como anuncio de alarma, pero sobre todo de necesidad de un proyecto de paz unido a la verdad y a la justicia. El 18 de mayo de 2013 se dio a conocer un “Mensaje al pueblo de Dios” de las diócesis michoacanas, en el que los obispos abrieron sus oídos al “dolor, la incertidumbre y el miedo de tantas personas” e hicieron con claridad un análisis de la situación: “[…] Nos duele profundamente la sangre que se ha derramado, la angustia de las víctimas de los secuestros, los asaltos y las extorsiones; las pérdidas de quienes han caído en las confrontaciones entre las bandas, que han muerto por el poder criminal de la delincuencia organizada o han sido ejecutados con crueldad y frialdad inhumanas”.
Con la mirada puesta en las autoridades que deberían ser artífices de orden público, civilidad y paz, expresaron: “[…] Es generalizada la percepción de que falta eficacia en las autoridades para garantizar la seguridad, el orden y el derecho al libre tránsito” y, a propósito del surgimiento de las llamadas “policías comunitarias”, lo calificaron como “signo y consecuencia del hartazgo de la población ante el crecimiento de los problemas” pero a la vez como un “aumento de la confusión para los habitantes de las comunidades, que se ven rodeados de grupos armados de distinta procedencia, muchos de los cuales se autonombran defensores de los intereses de la gente y hasta pretenden actuar en nombre de Dios”.
El cardenalato que llega al prelado de la capital michoacana está claramente orientado a hacer presente la caridad de la Iglesia en nombre de Jesucristo en una región dolida. Llega en congruencia con la línea marcada por el Papa Francisco de mantener contacto con espacios humanos situados en las márgenes del mundo y, al mismo tiempo, de hacerse eco de voces que difícilmente pueden escucharse y que no parecen prioritarias a muchas instancias culturales, lugares de decisión y gobiernos metidos en las redes retóricas de la “globalización” y las “reformas económicas”. En la configuración del Colegio Cardenalicio, a partir del próximo febrero se oirá la voz no de las grandes urbes y menos de los grandes personajes purpurados, sino la de los predilectos de Jesús. Será más la voz de la esperanza que apunta a que el rostro limpio de la Iglesia y la orientación del “nuevo Pentecostés” avizorado por San Juan XXIII está a las puertas.
Algo tal vez perdido en la memoria mexicana es que el primer cardenal del Continente Americano fue un obispo de Michoacán: don Cayetano Gómez de Portugal, nombrado por el Papa Pío IX en 1850. El Cardenal Antonelli, Secretario de Estado, le anunció la fecha en que sería investido: 11 de mayo. El 14 de abril había fallecido. La fecha está ahora presente para un sucesor suyo. Ambos, a tan gran distancia, han sido, además de pastores cercanos, grandes patriotas. Ambos podrían haber rubricado estas líneas de la homilía de Monseñor Suárez Inda en la Basílica de Guadalupe de Monterrey, el 9 de septiembre de 2010: “[…] Como pastores de la Iglesia Católica tenemos la enorme responsabilidad de acompañar a las comunidades dispersas por valles y montañas, las costas y el altiplano, pueblos y ciudades de nuestro querido México, compartiendo de manera cercana y solidaria sus gozos y esperanzas, sus temores y angustias, su caminar a través de la historia. Y no podemos negar que estamos viviendo un momento delicado en el que hemos de abrir los ojos a la realidad, pedir a Dios el don de la sabiduría para discernir los signos de los tiempos y mantener viva la esperanza superando la tentación del pesimismo fatalista”.
Pbro. Dr. Manuel Olimón Nolasco
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