En la Iglesia Católica muy a menudo se habla de la Santísima Trinidad: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Los católicos practicantes, al asistir a la Eucaristía, hacen la invocación a estas tres divinas personas, y de manera muy especial hacen profesión de fe, de creer firmemente en la trinidad al rezar el Credo durante algún acto; escucharán en el momento de la consagración del pan y del vino las oraciones dirigidas a Dios Padre; el sacerdote actuando en Cristo y por Cristo y, en su momento, realizando la invocación al Espíritu Santo.
El Espíritu en la Iglesia
Y aunque se realiza esta profesión de fe, se tiene la impresión de que al momento de decir “Creo en el Espíritu Santo” hasta disminuye el tono de voz, porque es posible que al primero que con su gracia los despierta en la fe y los inicia en la vida nueva, es el “último” en comprenderle, en conocerle, en predicarle y en amarle.
El Antiguo Testamento proclama muy claramente al Padre, y más oscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre los cristianos y les da una visión más clara de sí mismo. Esta visión y comprensión del gran misterio de conocer verdaderamente al “Espíritu de verdad” es transmitido en la Iglesia, es ella el lugar donde se tiene conocimiento del Espíritu Santo.
Se puede preguntar, ¿dónde encontramos o vemos esa visión y acción del Paráclito? A lo que se puede responder: en las Escrituras que Él ha inspirado; en la Tradición, de la cual los Padres de la Iglesia son testigos siempre actuales; en el Magisterio de la Iglesia, al que Él asiste; en la liturgia sacramental a través de sus palabras y de sus símbolos, donde el Espíritu Santo pone a los creyentes en comunión con Cristo; en la oración, en la cual Él intercede; en los carismas y ministerios mediante los que se edifica la Iglesia, en los signos de vida apostólica y misionera, en el testimonio de los santos, donde manifiesta su santidad y continúa la obra de la salvación. Y más aún, en la actualidad, al término de las siete semanas pascuales; en la Iglesia se celebra la gran fiesta del Espíritu Santo, donde llega a su plenitud, donde se consuma la Pascua de Cristo: la fiesta de Pentecostés.
Es en esta fiesta donde el Espíritu Santo se manifiesta, se da, se comunica como Persona divina. En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad.
El Espíritu Santo y la Iglesia
La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo. El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía, para reconciliarlos, para conducirlos a la comunión con Dios, para que den “mucho fruto”.
La fundación de la Iglesia propiamente se realiza el día de Pentecostés, en este día se contempla y se revive en la efusión del Espíritu Santo que Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia un acontecimiento de gracia que ha desbordado el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo. El Espíritu Santo es quien la construye, anima y santifica; le da vida y unidad, y la enriquece con sus dones.
El Espíritu Santo sigue trabajando en la Iglesia de muchas maneras distintas, inspirando, motivando e impulsando a los cristianos, en forma individual o como Iglesia entera, al proclamar la buena nueva de Jesús.
Hablando en términos más sencillos, pero de gran importancia, gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto, ese fruto del Espíritu mismo que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y templanza. En sí pues, el Espíritu es la vida de la Iglesia. El Espíritu Santo construye, santifica y da vida y unidad a la Iglesia. El Espíritu Santo tiene el poder de animar y santificar y lograr en los cristianos actos que, por ellos mismos, no realizarían.
En síntesis
La Iglesia Católica no sería una auténtica Iglesia si no fuera el Espíritu Santo el artífice de las obras de Dios, es el maestro de la oración. En la Iglesia no habría novedad, la novedad que Dios trae a la vida del cristiano, eso es lo que verdaderamente lo realiza, lo que le da alegría y serenidad. No habría armonía. Un Padre de la Iglesia tiene esta expresión: “Él es precisamente la armonía”. Solo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad.
Y, por último, no habría verdadera y auténtica misión, ya que el Espíritu Santo impulsa al cristiano a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo.
Carlos García