El México profundo que, en su mayor parte, desconocemos, late en las comunidades olvidadas, pobres, alejadas de las ciudades que funcionan como polos económicos y desarrollo –donde lo hay. Ese México que lleva siglos herido, que las más de las veces se les ha negado auxilio y que, tal vez de algún modo, contribuimos a su atraso si consideramos que no tender una mano es dar la espalda. Ese México desconocido, profundo, está ahí, reinventándose todos los días para sobrevivir. Y así lo ha hecho desde finales del siglo XV cuando los españoles descendieron de los barcos y se internaron en tierras agrestes pero ricas en naturaleza y metales, pero generosa y dadora de lo que tiene.
Por la raza habla el espíritu
El 12 de octubre se celebra en el país el Día de la Raza, sumario y colofón del recuerdo del descubrimiento del continente por gente venida del otro lado del mar, de europeos movidos por un afán aventurero, de conquista y comercio, con sus bondades y desventajas. Un descubrimiento que traería un aire civilizatorio y un valioso legado religioso a quienes habitaban ya por siglos estas jóvenes tierras, a “la raza”. Si por la raza habla el espíritu, como lo cantaba el poeta Netzahualcóyotl en aquel espléndido poema, el día de la raza tendría que ser expresión fidedigna de ese antes y después que se abrió a partir de aquel día de octubre de 1492, y que hoy cala hondamente sobre todo en ese México profundo y olvidado. México al que Carlos Fuentes, en su novela La región más transparente (del aire), la llamó “raza de bronce”: las singularidades de nuestro país comportan hoy una preocupación por sus manifestaciones que, conforme pasa el tiempo, se agudizan en lugar de ir resolviéndose desde la raíz. ¿Por ejemplo? La educación, el desarrollo, el hambre, la pobreza. Y un largo etcétera.
Interrogarnos y contemplarnos
“Aquí nos tocó vivir” escribe Fuentes en esa novela de 1958. En la región más transparente del aire, “qué le vamos a hacer”, agrega. ¿A dónde ir que más valga uno?, dice el refrán. En este sitio cuya primera señal fue aquella águila devorando una serpiente y haciendo equilibrio sobre un nopal. Pero incluso ya por esos tiempos las sucesivas invasiones obligaron a muchos pueblos a vivir al margen de la historia: otomíes, totonacas, tlaxcaltecas, tzotziles, etcétera. De allí, de tanto sometimiento, de tanta dejadez, de tanto atropello, de tanto dominio –además de otras vertientes– es que se fue formando y elevando, como si se tratara de un fuerte edificio, ese México profundo que hoy pervive ante nuestros ojos que se niegan a ver porque se esfuerzan en escuchar. En El laberinto de la soledad, Octavio Paz escribe: “Creía, como Samuel Ramos (en su deslumbrante ensayo El perfil del hombre y la cultura en México), que el sentimiento de inferioridad influye en nuestra predilección por el análisis y que la escasez de nuestras creaciones se explica no tanto por… una instintiva desconfianza acerca de nuestras capacidades. Pero así como el adolescente no puede olvidarse de sí mismo –pues apenas lo consigue deja de serlo– nosotros no podemos sustraernos a la necesidad de interrogarnos y contemplarnos”.
Ricos alegres y pobres tristes
El Día de la Raza apela a esa “mexicanidad (que) flota en el aire. Y digo que flota porque no se mezcla ni se funde con el otro mundo, el mundo norteamericano (o el europeo, o cualquier otro)”, escribe Paz en su ensayo de mediados del siglo pasado. Si ese México profundo, poblado de millones de compatriotas que tienen conciencia de ser en tanto que son mexicanos y que nos empeñamos en negar y en ocultar, lograra salir a la superficie rebasarían entonces ese límite vejatorio que les ha impuesto la historia hecha por los de siempre, y signada por lo que el novelista turco Orhan Pamuk llama la maldad del mundo: el que los ricos sean cada vez más ricos y alegres y los pobres más pobres y tristes.
Llevemos al México profundo, a ese país que festeja el Día de la Raza lo que Paz subraya al hablar del pachuco: “…este obstinado querer ser distinto, en esta angustiosa tensión con que el mexicano desvalido –huérfano de valedores y de valores– afirma sus diferencias frente al mundo… Sólo le queda un cuerpo y un alma a la intemperie”.
Jacinto Buendía
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