La libertad de expresión es un derecho que está contenido en la Constitución mexicana. Y eso debería bastar para que en todas las ciudades y pueblos del país se ejerciera con todo lo que este derecho implica. Libertad para decir, libertad para denunciar, libertad para señalar, libertad para descubrir, libertad para alzar la voz en una plaza pública o divulgar lo que se sabe por cualquier medio posible en contra de lo que está mal, en decadencia, o que amenaza con convertirse en un daño para la sociedad. Porque la libertad de expresión es particular, le atañe a cada quien, pero también tiene implicaciones en lo social. La cuestión es que sabemos que no es así, y nos lo han hecho saber con sangre y desgracia: en este país no hay tal cosa llamada libertad de expresión.
En la boca del lobo
El acotamiento a la libertad de expresión tiene muchos frentes: la calle, los lugares de trabajo, el ámbito escolar, incluso en lugares de esparcimiento; pero hay uno en particular que está siendo vapuleado en los últimos tiempos: en el ejercicio de la labor periodística, tan necesaria y vital para una vida democrática (porque eso se presume con bombo y platillo: que México es un país democrático. Quién sabe de qué país hablarán cuando se les llena la boca para decirlo). Reporteros Sin Fronteras (RSF), una organización social dedicada a privilegiar la libertad de información, denuncia que México es uno de los países más peligrosos del mundo para los periodistas. Ahí está como ejemplo el asesinato del fotoperiodista Rubén Espinosa. Y los de tantos otros.
La labor del periodista es un trabajo imprescindible en el entramado de las comunidades: el asunto de informar constituye, en el fondo, un eslabón de suma importancia en la cadena de la vida social. Jürgen Habermas, el teórico alemán de la comunicación, dijo que a falta de este primer peldaño, el circuito comunicativo imprescindible en toda sociedad informada quedaría trunco, o, peor aún, ni siquiera tendría un punto de partida. Sería, en todo caso, una sociedad silenciosa, o silenciada.
Candil de la calle
El trabajo periodístico es una consecuencia de la libertad de expresión, y si este derecho se coarta o niega –por vía de la intimidación, la amenaza, la violencia, e incluso por actos como desapariciones forzadas y asesinatos– de algún modo se vuelve a un estado de sometimiento y barbarie. “Las amenazas y los asesinatos a manos del crimen organizado –e incluso de autoridades corruptas– son cosa de todos los días. Este clima de miedo, junto con la impunidad que prevalece, genera autocensura, perjudicial para la libertad de información”, denuncia RSF.
Todo ello se desprende de un estado general de descomposición, de una atmósfera que desde hace tiempo pondera acciones violentas para detener, por paradójico que pueda sonar, la violencia misma. La llegada de Enrique Peña Nieto a Los Pinos supuso interrumpir la política de seguridad que había impuesto el anterior presidente, Felipe Calderón; sin embargo, esto “no cambió en nada la situación de la libertad de información (de expresión, al fin) en el país”. Ni cualquier otra situación, porque los mexicanos no se siente más seguros hoy más que ayer.
Prohibido acostumbrarse a la tragedia
En la última década han sido asesinados casi 100 periodistas y desaparecido más de una veintena a lo largo y ancho del país. En este tenor, en los últimos cinco años han sido constantes los ataques y amenazas a medios de comunicación por resultar incómodos ya sea a cárteles del crimen organizado o a los gobiernos en turno: ya se sabe, la libertad de expresión y de información se mueven en la balanza de las cuestiones que se pagan con pesos o con sangre, según incomode o perjudique a las altas esferas o los criminales impunes.
En 2006 se creó la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos contra la Libertad de Expresión. A lo largo de casi una década, ha dado como resultado una sola condena. Una sola en diez años. En este clima de impunidad y violencia no es raro entonces que proliferen los actos contra periodistas y medios de comunicación, al fin que desaparecerlos o acallar a quienes ejercen este derecho constitucional de algún modo no redunda más que en una investigación que, al fin y al cabo, queda trunca o se cierra por la lentitud burocrática, ese enorme elefante blanco que se pasea por el país. Desde esta tribuna, por todo ello, instamos a los periodistas a que no se acostumbren al silencio.
Jacinto Buendía
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