En la Iglesia Latina los sacerdotes y ministros ordenados, a excepción de los diáconos permanentes, “son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes y que tienen la voluntad de guardar el celibato ‘por el Reino de los cielos’ (Mt 19, 12)” (CEC, n. 1579). En efecto, todos los sacerdotes “están obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los Cielos, y, por tanto, quedan sujetos a guardar el celibato” (Código de Derecho Canónico, c. 277).
Don de Dios
Este celibato sacerdotal es un “don peculiar de Dios” (Código de Derecho Canónico, c. 277), que es parte del don de la vocación y que capacita a quien lo recibe para la misión particular que se le confía. Por ser don tiene la doble dimensión de elección y de capacidad para responder a ella. Conlleva también el compromiso de vivir en fidelidad al mismo don.
El celibato permite al ministro sagrado “unirse más fácilmente a Cristo con un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de los hombres” (Código de Derecho Canónico, c. 277).
Opción por un amor más pleno
Queda claro, por lo anterior, que el celibato no es una renuncia al amor o al compromiso cuanto una opción por un amor más universal y por un compromiso más pleno e integral en el servicio de Dios y de los hermanos.
El celibato es un también un “signo de esta vida nueva al servicio de la cual es consagrado el ministro de la Iglesia” (CEC, n. 1579) y que él ya vive de manera particular en su consagración. El sacerdote, en la aceptación y vivencia alegre de su celibato, anuncia el Reino de Dios al que estamos llamados todos y del que ya participamos de alguna manera en la Iglesia.
El celibato practicado por los sacerdotes encuentra un modelo y un apoyo en el celibato de Cristo, Sumo Pontífice y Sacerdote Eterno, de cuyo Sacerdocio es participación el sacerdocio ministerial.