Poner un alto a la violencia: tarea compartida

Editorial

A estas alturas hay quienes se empecinan en decir que México, comparado con otros, no es un país violento. Lamentablemente tratan de tapar el sol con un dedo: la violencia, cuyas manifestaciones y repercusiones cada vez están más cercanas al ciudadano común, se hace sentir sin distinción ni miramientos. Ante la evidencia, ¿qué se puede objetar?; más aún, ¿es una acción válida anteponer algo?

Aquellos que se obstinan en decir tal cosa, arguyen que en el campo de batalla sólo toman posiciones las bandas de delincuentes y narcotraficantes. Y sugieren que las corporaciones policíacas y los militares deberían ver los toros desde la barrera. Que la lucha por el poder, la disputa por amplias zonas de tráfico, por la posesión de armamento sofisticado y el posicionamiento de un mayor espacio para realizar actos delictivos, sólo es protagonizada por ese oscuro enemigo llamado “crimen organizado”. Incluso, se aventuran a decir que el tema es metido “a bayoneta calada” en la agenda diaria a través de los medios de comunicación y fuentes oficiales. La violencia, dicen, está sobredimensionada. Nada más absurdo.

La cosa no está para creerles sin cuestionarse una y otra vez sobre los efectos ya vistos; no obstante, hay que evitar caer en un dramatismo que conduzca a la histeria colectiva. Al país, a ningún país, le conviene tal situación. La buena marcha de toda nación depende de la paz y armonía que tenga lugar entre todos sus habitantes: no hay avances donde el temor y la desconfianza han puesto su morada. La estabilidad no tiene precio, y su alcance debe quedar siempre a tiro de piedra.

La cifra de ejecutados atribuidos a las bandas criminales –miembros de las fuerzas de seguridad pública, efectivos militares y personas de la sociedad civil– al final del año fue apabullante: se contaron por más de 5 mil 300. Mas la cosa ahí no acaba: la manera en que estos mexicanos perdieron la vida asusta a cualquiera. Pero, amedrentarse, en este momento, puede resultar un error difícil de revertir.

Ante este desolador panorama, habría que preguntarse, sin embargo, ¿qué están haciendo los gobiernos federal y estatales? Y eso que están llevando a cabo, ¿qué resultados ha arrojado?, ¿sus acciones han logrado disminuir la ofensiva violenta o ha contribuido a generar desconfianza entre los ciudadanos?, ¿qué se puede esperar, para este año, en materia de seguridad pública, si lo hasta hoy visto no ha alcanzado, incluso con la participación de la policía y la milicia? Asimismo, ¿cómo sociedad qué hicimos, que hacemos y qué pensamos realizar para detener esta ofensiva que vulnera al Estado, a la comunidad, a la familia misma?

“Roma no se hizo en un día”, se dice comúnmente cuando la empresa a realizar implica numerosas jornadas de trabajo y la participación de muchas manos. Esta particular e histórica situación nos interpela como católicos, como ciudadanos, como mexicanos, como personas comprometidas con la defensa de la vida, el desarrollo del país y la construcción de un mejor futuro para todos. De este tamaño ha de ser el reto, de este tamaño la tarea compartida, pero de igual tamaño es la fuerza de muchas manos, de muchos corazones cansados de este despertar amargo y que anhelan un ambiente en el que se pueda respirar en paz.

En los primeros días de este año, el Papa Benedicto XVI ha dado una muestra de que confía en nuestra fuerza al decir públicamente: “en América Latina los pueblos aspiran a vivir en paz, sin pobreza y ejerciendo sus derechos fundamentales”. Qué esperamos si contamos con el respaldo necesario para poner manos a la obra.

 

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