Nuestra Pascua personal

Editorial

La Cuaresma, como se sabe, constituye un especial tiempo de preparación, espiritual sobre todo, para recibir la resurrección de nuestro Señor Jesucristo con “manteles largos”: vivir con un corazón bien dispuesto y arrepentido la victoria de la vida sobre la muerte, la prevalencia del bien sobre el mal, de la eternidad sobre lo efímero, la hegemonía de la verdad sobre la mentira. Es Jesús que, mediante su dolorosa entrega y sacrificio en la cruz, restablece la alianza de su Padre con el pueblo elegido: nosotros, los católicos de ahora, los fieles de la Iglesia que peregrinan en la Diócesis de Tepic.

En su mensaje cuaresmal de este año, el Papa Benedicto XVI hacía hincapié en tres prácticas penitenciales, con una gran tradición bíblica detrás, para vivir con conciencia los cuarenta días cuaresmales y celebrar, con una actitud gozosa y esperanzadora, la Pascua, el alivio del dolor infligido a Jesús en su pasión y muerte, la cumbre de la vida cristiana.

Esos tres ámbitos a los que el Sumo Pontífice hace referencia en su texto anual son la oración, el ayuno y la limosna, cuya práctica está encaminada a “hacer experiencia del poder de Dios que, como escucharemos en la Vigilia pascual, ‘ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos’” (Pregón pascual). Benedicto XVI apela a esas tres prácticas, poniendo el acento en el ayuno, en la carencia como una manera de darse y entregarse a los semejantes y a la realización de las tareas cotidianas.

La Pascua, desde esta perspectiva, no debe considerarse como el final del camino de la Cuaresma, sino como los primeros pasos del año litúrgico, dados en un ambiente de espera confiada: la decisión y la perseverancia son cruciales cuando se trata de dejar algunos hábitos y adquirir otros que conlleven a que nuestra vida pueda acomodarse a lo que Jesús propone con su resurrección: nacer a una nueva vida a costa de morir a aquello que impide cumplir cabalmente los mandatos divinos de amar a Dios y al prójimo como a sí mismo. En esas dos cuestiones radica la felicidad eterna.

El amor al Señor y la total entrega a nuestros semejantes constituyen nuestra Pascua personal, el triunfo de lo verdaderamente trascendental sobre lo mezquino: el ayuno no se refiere específicamente a lo físico, lo recalca el Obispo de Roma en su mensaje cuaresmal, sino que es “una gran ayuda para evitar el pecado y todo lo que induce a él”. De este modo, ayunar puede entenderse no como una privación elemental, sino como el esfuerzo supremo por abstenerse de aquello que obstaculiza el crecimiento espiritual, no sólo en la Cuaresma sino durante todo el año, y una real conexión con el sufrimiento y sacrificio de Jesús por los pecados de todos los hombres, con intención de responder con rectitud a su entrega.

La dura situación que muchas ciudades mexicanas atraviesan nos interpela a intervenir, confiados en Jesús y guiados por el Espíritu, en nuestros ambientes: hogar, centro de trabajo, escuela, y círculos de amistades, poniendo énfasis en la vivencia de la Pascua como una renovación personal, a fin de encarar los futuros retos y la actual coyuntura familiar, religiosa, social, económica y cultural.

 

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