Nuestra necesidad de liberación

 

Editorial

 

“Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron en la fe” se lee en la primera carta de Timoteo (6, 10). Si la liberación de ataduras como el pecado y la iniquidad, de los defectos y el apego a lo mundano, de la acumulación de riquezas y el regodearse en las posesiones superfluas y caducas, constituye un requisito (incanjeable e inalienable) para alcanzar la Vida Eterna, también lo es la posesión misma, es decir, de todo aquello que nos estorba; qué mejor imagen para ilustrar esto que Juan el Bautista durante su larga estadía en el desierto, sin más carga que su túnica y un pequeño morral y la verdad de sus palabras. La salvación es una liberación integral del hombre, liberación de la necesidad, nos lo recuerda la Doctrina Social de la Iglesia, pero también de la posesión como un enorme fardo del que hay que liberarse, con conciencia y sinceridad, antes de acabar sumergidos en esas aguas negras y pesadas de la perdición del alma.

La mujer de Samaria que dio de beber agua a Jesús en el pozo se supo, al momento, liberada de un peso que desconocía que llevaba sobre sus hombros. Le bastó darse cuenta que no poseía gran cosa, pero que sus posesiones se limitaban a una herencia que más que provecho le había traído una ceguera para el amor, para entregarse en toda su dignidad humana. Jesús sabía que esa mujer de Samaria (de la que no conocemos su nombre, la llamamos la Samaritana) era una mujer con sed: y más que de esa agua que llevaba a la boca con el cántaro, ella requería saciar una sed de liberación, de la posesión que volvía pesado su caminar y nublado su horizonte. La necesidad de la conversión y la transformación de la conciencia constituían el agua que Jesús puso en su boca, y quedó saciada, liberada.

Esta necesidad de liberación se ahonda en los cristianos católicos que en todo quieren imitar a Jesús, y en especial en este tiempo de Cuaresma, ya en vísperas de celebrar el misterio más grande de la fe: la Muerte y Resurrección de Jesucristo, nuestro Señor. En él, imagen que proviene del Padre, se inserta la historia, toda la historia y nuestra historia particular, porque por Él se hicieron todas las cosas y porque hacia Él tiende todo esfuerzo humano por amor a los semejantes. Si lejos de Él no podemos hacer gran cosa, más que vagar y alejarnos del espíritu de la verdad, no perdamos más tiempo y dejemos en sus pies nuestra necesidad de liberación, nuestra ansia de conversión y nuestro deseo de salvación. Porque “nadie va al Padre (a la Casa del Padre, a la Vida Eterna) si no es por mí”, dijo el Señor.

A aquel joven que se le acerca a Jesús, un joven con muchas riquezas y posesiones, para preguntarle qué debe hacer para sentarse algún día a su mesa y a la de su Padre, Cristo le recomienda vender (dar a los pobres, a los necesitados, a quienes se te acercan con urgencias, impelidos por la ayuda y la caridad) todo lo que tiene, deshacerse de sus posesiones, liberarse de todo ese atado de enseres que le obstaculizan una vivencia digna y amorosa de la vida, largar en el camino aun aquello que brilla y refulge ante los ojos avariciosos. Sin comprender el mensaje de que él necesitaba ser liberado de sus múltiples posesiones, el joven se aleja contrito, decepcionado de que esa sola cosa que se le pidió no se alineara con sus pretensiones. No seamos como ese joven rico y nos dediquemos a cuidar rancho con esas posesiones que nos enceguecen el alma y nos impiden amar a plenitud. La verdadera humanidad del hombre está en darse a sus semejantes, y darse en su totalidad, en toda la expresión de la palabra. Porque nuestra necesidad de liberación es grande, aun cuando todavía no nos hayamos dado cuenta de ello.

 

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