He comprobado, al buscar en muchos medios de comunicación, que no ha habido discusión de fondo a propósito de la jurisprudencia de la Suprema Corte sobre la unión entre personas del mismo sexo. Me he dado cuenta también que las manifestaciones públicas realizadas en distintos lugares no han tenido incidencia real en la opinión pública y que el Poder Judicial refuerza los candados. En Estados Unidos tal parece que se está produciendo una fractura seria en la sociedad de consecuencias no previsibles, mientras que en México parece que, como tantas veces, el sentir popular parece domesticado y sin canales de opinión.
El 4 de agosto el diario El Universal publicó un artículo del ministro de la Suprema Corte, José Ramón Cossío Díaz, cuya elegante redacción llama la atención en nuestra dominante devaluación literaria. El autor considera, sin tomar en cuenta el peso histórico que supera el espacio de una cultura y de una convicción religiosa, que “diversos sacerdotes y organizaciones religiosas se han pronunciado en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo”. O sea, unos cuantos.
De modo “políticamente correcto”, expuso: “Desde el punto de vista de su libertad de expresión y sus posibilidades de manifestación política, quienes no estén de acuerdo… tienen todo el derecho a expresarse. Igualmente lo tienen para tratar de organizar acciones concretas para darle a la legislación ordinaria aquellos contenidos que satisfagan su visión del mundo y de las cosas en él contenidas”. “Una visión del mundo”, una entre muchas.
No obstante, con lenguaje cuidado dice algo que casi es una burla: “Las protestas buscan presionar a los legisladores locales para que no cambien la correspondiente legislación civil… Piensan que al impedir el cambio legal, las cosas seguirán como hasta ahora y, por tanto, no podrá haber matrimonios igualitarios en, al menos, aquellos estados en los que se impidan los cambios o se mantengan las leyes hasta ahora vigentes. [Pero] lo que pierden de vista… es que su posibilidad jurídica no deriva de una decisión tomada por mayorías parlamentarias ordinarias que por lo mismo pueda ser revertida mediante otras mayorías, sino por una decisión judicial”. En pocas palabras, sólo la Suprema Corte, constituida como tribunal constitucional, podría modificar lo expresado por ella misma. Recomienda, pues, que los legisladores estatales “en deferencia al contenido de una sentencia constitucional, ajusten las normas que la contemplan”.
Todo apunta, pues, a la inmovilidad de lo afirmado por la Corte pues, según el mismo Cossío, sólo podría pensarse en cambios cuando hubiera ministros con criterio distinto a los actuales, lo que podría acontecer hasta 2021. ¿Todo apunta entonces a que los ciudadanos aceptemos pasivamente los hechos?
Creo que no, pero hará falta, primero, un esfuerzo extraordinario de pensamiento para tener claridad en el tema de la separación de poderes y del federalismo, pues parece que se instaura una dictadura judicial y para darle solidez y matices a los derechos humanos, que en los últimos veinte años han pasado a ser más palabras que se repiten que realidades que se defienden. La argumentación del ministro Cossío es una prueba y lo es también la casuística demagógica del presidente de la misma Corte, Luis María Aguilar Morales, al resolver el 11 de agosto, contra un artículo de la Ley de Sociedades de Convivencia de Campeche, la posibilidad de que las parejas homosexuales adopten menores: “–¿Vamos a preferir que tengamos en la calle niños que estén pidiendo limosna, que estén siendo explotados, dedicándose a las drogas, en lugar de vivir en una sociedad, en una convivencia, en una unión familiar –cualquiera que sea su naturaleza–, a fuerza de impedir que sociedades, porque tienen personas del mismo sexo, no lo pueden hacer?”: Este tipo de argumentación casuística es muy común en materias fronterizas pero poco aporta además de lo emocional. Así también se justifica el divorcio sin necesidad de probar las causas, pues “evita sufrimientos a la pareja y a los hijos”. Tal vez, pero, ¿qué queda de la estabilidad y de la institucionalidad de un hecho humano responsable que más que ceremonial, protocolario o económico es compromiso a futuro?
Llama la atención que en el caso de la adopción, nueve ministros hayan votado a favor de rechazar el texto campechano y sólo uno, Eduardo Medina Mora, lo haya hecho en contra con un argumento impecable: “El interés superior del menor obliga al Estado a encontrar personas y contextos familiares adecuados para su desarrollo… No comparto que la adopción sea vista como un mecanismo de formación de familia, y en esa lógica, que cualquier limitación que exente de acceso a la misma es constitucionalmente injustificada”. ¿Dónde están los juristas formados en el criterio católico o simplemente natural y de sentido común? ¿Los laicos comprometidos de veras?
Es tiempo de despertar, de fundamentar una doctrina profunda y seria sobre derechos humanos y de empezar a saber qué es la objeción de conciencia para formar un criterio sano sobre ella. Son tareas útiles –o mejor, necesarias– en estas circunstancias.
Pbro. Dr. Manuel Olimón Nolasco
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