Miércoles de Ceniza

La Cuaresma es tiempo de volver

 

 

Este mes de febrero comenzamos una etapa nueva y antigua en la Iglesia. Nueva porque siempre con Dios las cosas son nuevas, y antigua porque es una tradición antiquísima que celebramos como Iglesia. Nos referimos a la Cuaresma, que comienza con el Miércoles de Ceniza. Ambos son un llamado que el Señor nos hace a través del tiempo litúrgico; el llamado a la penitencia, a la mortificación, a volver a Él, a purificarnos, a santificarnos. ¿Cómo podemos vivir esta Cuaresma conforme a lo que Dios quiere? ¿De qué manera podemos volver al Señor? ¿Qué debemos hacer para purificarnos y santificarnos? Como siempre, debemos recurrir al ejemplo perenne del hombre-Dios: Jesús. Pero antes, definamos y expliquemos qué es la Cuaresma para poder entender mejor el plan del Señor para nosotros, en este tiempo que ofrece a toda la Iglesia.

 

Regresemos a Dios

Al igual que todos los demás tiempos litúrgicos, la Cuaresma está cargada de signos y prácticas que evocan cuestiones más elevadas, donde todo lo visible lleva en sí realidades invisibles que nos llevan a transformar todo lo que vemos y vivimos. Conocer y hacer nuestros todos estos signos y ejercicios es una tarea como seguidores de Cristo. Para ello es necesario entender el sentido de la Cuaresma, y la mejor forma de entender este tiempo litúrgico será meditar las lecturas de la Misa que dan inicio a este tiempo.

Comenzamos con el libro del profeta Joel, donde se nos anuncia que volvamos. Que regresemos a Dios, que nos purifiquemos, que rasguemos, no nuestras vestiduras, sino nuestros corazones y que pidamos perdón. En realidad, la sustancia del mensaje es solo esto: ¡Vuelve a Dios! ¡No esperes más! ¡Regresa! Como el hijo pródigo, Dios te llama, sea cual sea tu condición y situación, buena o mala, el Señor te llama a que vuelvas. Y junto con ello nos pide que desgarremos nuestro corazón, ¿qué quiere decir esto? Que rompamos todo orgullo y altanería, que desgarremos nuestra soberbia y frialdad. De nada sirve rasgar tus vestiduras por la injusticia si no abres tu corazón a la justicia. ¿De qué te sirve airarte y enojarte por el mal del mundo si en tu ser no has dejado entrar al que solo es bueno? Y por ello, en la segunda lectura, san Pablo nos exhorta a que toda esta gracia que recibimos de su perdón y su misericordia, no la echemos en saco roto. ¡Cuán desastroso es que cosas preciosas se pierdan en el mar de la indiferencia! ¡No permitas que lo que Dios te dé se pierda!

Tres prácticas para la conversión

Por último, en el Evangelio se nos instruye sobre la forma de vida que debemos tener, no solo en este tiempo, sino en toda nuestra vida. Y son tres prácticas y ejercicios que abarcan todas las dimensiones de la persona: la limosna, la oración y el ayuno. Sobre estas tres prácticas, Jesús hace total énfasis en la actitud que debemos tener a la hora de realizarlas. Él no te pide que las hagas para recibir algo a cambio, el Señor prefiere las cosas íntimas, porque las exhibiciones son incompatibles con el amor. Son ejercicios de enmienda que Jesús nos ofrece. Enmienda hacia el prójimo, hacia Dios y hacia uno mismo.

 

Primero que nada, está la limosna. La limosna evoca toda la dimensión del hombre, es darse al prójimo en lo que él necesite: es practicarla con bienes materiales, y espirituales; ayudarle con dinero o trabajo, interceder y orar por él,  todo ello engloba lo que es la limosna. Busquemos ayudar y amar cada día más a nuestro prójimo, a nuestros amigos y enemigos.

 

Segundo, la oración. Es volver a Dios, buscarlo, amarlo, adorarlo. La oración es estar buscando ser y estar con Dios. En esta Cuaresma busquemos cada día más un encuentro más íntimo con Él. Que en la mañana, en la tarde y en la noche siempre estemos hablándole. Él siempre está ahí como Padre, como Señor, como Dios.

 

Por último, el ayuno. Actualmente hay tantos que se justifican diciendo que no es necesario ayunar de alimento, que eso no sirve, que eso era por cuestiones culturales pasadas. En realidad, no sabemos lo que decimos cuando expresamos esas cosas. Es cierto que el ayuno es una cuestión de corazón, no de estómago, como lo dice san Agustín. Pero el ayuno de alimento es fundamental. No podemos desobedecer a la Iglesia que nos pide que ayunemos los viernes y nos abstengamos de carne. En ese mismo tenor, podríamos preguntar, ¿de qué sirve abstenerse de carne si nos hartamos de mariscos o pescado? No seamos incongruentes. Ni nos justifiquemos. El fin es mortificar, dominar el cuerpo. Junto con este ayuno de alimento, sería estupendo ofrecer ayunos de las cosas que nos mantienen alejados de Dios, o que no nos permiten amar al prójimo como debería. Cosas o actitudes, inclusive actividades. Ayunar de comodidad, placer, indiferencia. ¡Vaya, qué grandioso sería!

 

Somos polvo y ceniza

En esta Cuaresma recordemos la ceniza con la que fuimos signados. No solo somos polvo, sino también cenizas y lo somos cuando nos dejamos quemar por Dios. Que Él, con su amor, nos consuma por completo.

 

Vivamos la cuaresma de Jesús, con Jesús

Jesús también vivió su cuaresma, su tiempo de purificación y mortificación. Podríamos decir que toda su vida fue una cuaresma, ya que en toda ella fue un continuo darse al prójimo, siempre en comunión con su Padre y un constante ejercicio del ayuno. Sin embargo, su cuaresma está particularmente representada en sus cuarenta días en el desierto, donde fue tentado. Esos cuarenta días que también vivieron Abraham, Noé, Moisés, Elías y el mismo Jesús. Todos ellos vivieron esos días en el desierto. ¿Qué significa este desierto? ¿Es posible vivirlo? En sí, el desierto representa la muerte como tal, ahí donde no hay vida. En este sentido, sí nos es posible vivir un desierto: es morir a nosotros mismos, morir a nuestros gustos y deseos.

Es muy común hoy brincarnos la autoridad de la Iglesia, alegando que el sacerdote o la doctrina no son reflejo de Cristo, haciendo a nuestro modo la doctrina y enseñanza de la Iglesia. ¡Ay de nosotros! Y lo digo como laico que soy. Sobre esto, san Pablo en su carta a los Filipenses nos da un claro ejemplo de renuncia y humildad. Cristo no tuvo en mucho su condición de Dios, sino que se hizo hombre, se hizo obediente hasta la muerte. Muramos a toda soberbia, egoísmo y vanagloria. Muramos a toda doctrina y creencia que no es cristiana. Muramos al placer y a la comodidad. Busquemos amar más. No tengamos en mucho nuestra condición, al contrario, sin pretextos o falacias rindamos a Dios todo lo que somos. Renunciemos a nosotros mismos para poder seguirle. Vivamos este desierto con Jesús, del modo que Él lo vivió. No nos justifiquemos pensando que eso es muy grande, pues si estamos bautizados tenemos el poder para hacerlo, con las virtudes teologales que se nos dieron. Tenemos la ayuda para poder vencer y lograrlo, no echemos en saco roto los dones que nos fueron dados.

 

Comisión de Catequesis Infantil

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Comentarios al autor: (seefoo.vic@gmail.com)

 

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