Los propósitos que quedan en un cajón

 

Las obras son el motor del cristiano. O mejor, son la fuerza que lo lleva adelante y la meta a la que aspira como depositario y destinatario de los mandatos evangélicos. “Una fe sin obras, es una fe muerta”, dejó dicho San Pablo. Una obra de caridad, de solidaridad es la cristalización de un querer ayudar, pero antes tiene que nacer como propósito en el corazón y en la cabeza. La cosa es que no se quede en mero propósito, y mucho menos en esos propósitos que, como los que se hacen a inicios de año, se quedan relegados en el fondo de un cajón.

Traer de la memoria

El síndrome de los propósitos es una calamidad general que por lo común ataca a la mayoría de la gente. En este sentido, el camino andado no garantiza que lo que se proyecte llegue a ser realidad: no basta con haber hecho, sino con hacer todavía más. Hacer o no hacer: un par de frases que entrañan una poderosa sentencia. Y en esa ínfima línea está contenida la encomienda de San Pablo: el quedarse en la línea de partida o más allá de la línea de meta. Si no hay obras no hay modo de traducir el amor del Señor, no hay manera de encontrar el camino que nos provea de satisfacciones y felicidad.

San Pablo sabía que poner manos a la obra lo que se piensa solo lo consiguen los elegidos por Dios, y eso depende, en gran medida, de cada quien: que nuestras obras por los demás, que nuestro desgastarnos por nuestros semejantes sean las características con las que nos identifiquen. Seamos de esos que saben aguardar la señal para actuar en consecuencia y llevar a su vida lo que guardan en su interior. “Buenas obras son amores”.

A la salvación por merecimientos

A menudo olvidamos que todo lo que se hace, lo que se quiere hacer o lo que se hizo pasa por el reconocimiento de las propias posibilidades humanas. Que quedan siempre cortas, son insuficientes. Tras este clarificado sentido aguarda el revelar la pequeñez de la persona: porque en Dios halla cobijo y acomodo lo que se hace, lo que se quiere hacer y lo que se hizo. Jesús le puso palabras a esta verdad al decir que lejos de Él (de su Padre que está en los Cielos) nada podemos hacer. Nada podemos. Así de llano, así de claro.

Cuando San Pablo consignó de este modo aquello de “Una fe sin obras es una fe muerta”, no hacía más, de algún modo, prolongar aquello que Jesús dijera a quienes tuvieron la fortuna de escuchar sus enseñanzas de viva voz. Es decir, de aquí se deduce que quien pretenda salvarse lo hará por merecimientos, por trabajar por los otros, por darse con total abandono a los demás. No hay vuelta de hoja: la salvación propia pasa por los otros, por lo que hagamos por esos otros que tal vez, hasta ahora, hemos rechazado o ninguneado o abandonado o señalado o juzgado.

Cada quien sus propósitos

Escritos en un papel, guardados en un cajón o escondidos en alguna parte de la memoria quedan los propósitos que muchos se prometen alcanzar con gran ilusión año tras año. ¿Cuál será el secreto mejor guardado de quienes hacen realidad las metas que se proponen, las obras de beneficiencia que proyectan en su cabeza y acuñan en su corazón, el entregarse por una causa justa que ayuda no únicamente a sí mismo sino a una comunidad entera? ¿Cómo darse de esa manera, cómo acercarse a la salvación en lo que se hace todos los días? A cada quien, desde su lugar en la vida, le toca responder a ello.

Incluso, a estas alturas del año, justo a la mitad, cabría preguntarnos qué hemos hecho con esos propósitos y deseos que nos propusimos en diciembre o enero pasados: a dónde han ido a parar, qué ha sido de ellos, si van por buen camino o de plano quedaron en un recodo, metros atrás, perdidos para siempre en el paso de los días. Si es así, habrá que traerlos del cajón y de la memoria y poner manos a la obra.

 

 Jacinto Buendía

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Comentarios al autor: (buendia@lasenda.info)

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