Editorial
Los niños son los predilectos del Señor. Y sería lamentable que descuidemos su papel en la Iglesia, en el hogar, en ese engranaje que es la comunidad entera, la sociedad. El Papa Juan Pablo II, en una carta de Navidad dirigida a los niños en 1994, escribió: “Los niños son los predilectos del Señor”. Y esta inclinación natural suya por los pequeños queda patente a lo largo de su ministerio. Sobre Él mismo, apenas nacido, se cernió un gran peligro: el rey Herodes, sabedor de que había venido al mundo el Salvador, dispuso lo necesario para dar muerte a todos los niños menores de tres años que se encontraran en sus tierras (Jesús había nacido en una cueva de Belén, parte de su reinado). La providencia, sin embargo, ya desde entonces mostró su beneplácito para con Jesús: lo libró de aquella matanza por mediación de un ángel que le habló a su padre José en sueños.
“¿Cómo es posible permanecer indiferente ante el sufrimiento de tantos niños, sobre todo cuando este es causado, de algún modo, por los adultos?”, se preguntaba el Papa polaco en aquella carta. A poco más de dos décadas de que la escribiera, la situación de los infantes no ha mejorado sustancialmente, más aún, quizá se ha recrudecido en diferentes partes del mundo; y sin ir más lejos, pasa en este México de ahora, en Nayarit y en Tepic, particularmente. “En lo sucedido al Niño de Belén pueden reconocer la suerte de los niños de todo el mundo”, abunda el Sumo Pontífice: son perseguidos, maltratados, vejados, violentados, ofendidos, e incluso vendidos como si se tratara de una mercancía útil por un rato y desechable luego.
“Si es cierto que un niño es la alegría no solo de sus padres, sino también de la Iglesia y de toda la sociedad, es igualmente cierto que en nuestros días muchos niños, por desgracia, sufren o son amenazados en varios lugares: padecen hambre y miseria, mueren a causa de las enfermedades (muchas de ellas curables, lamentablemente) y de la desnutrición, perecen víctimas de la guerra (y de los numerosos conflictos civiles, surgidos del odio y la mezquindad), son abandonados por sus padres y condenados a vivir sin hogar, privados del calor de una familia propia, soportan muchas formas de violencia y de abuso por parte de los adultos”, reflexiona Su Santidad. Es visible la mano del hombre en todo ello, su maldad, su no hacer, su descuido, su irresponsabilidad, su cinismo, su inclinación por el mal. Y los niños, que son los predilectos del Señor, son los primeros en ser llevados al matadero.
Jesús tenía doce años cuando se sentó entre los ancianos y conversó con ellos. Sus palabras, sus enseñanzas maravillaron a quienes lo rodeaban. En su camino por las tierras, ya adulto, para llevar su ministerio dio constantes muestras de cariño y acercamiento para con los pequeños. Es particularmente señero aquel mandato dado a sus Apóstoles, mandato que evidencia enseñanza y lección para la vida y la evangelización: “Dejen que los niños se acerquen a mí. No se los impidan”, dijo, y agregó: “Porque en el ser como ellos está la clave para entrar el Reino de los Cielos”. De esta predilección hablaba el Papa Juan Pablo II. Pero el Pontífice polaco sabía que eso no bastaba, por eso en la misma carta citó aquella advertencia dada a sus Apóstoles: “Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar” (Mt 18, 6). Por ello, ni escandalizarlos, ni abandonarlos, ni violentarnos, ni olvidarlos. Lo que manda el Señor es incluirlos en el Plan de Salvación, en el suyo, en el nuestro, en el de todos.