Más que con palabras, o argumentos, hoy la gente convence y se convence con una imagen. Más aún, se conmueve, se conduele, y en el fondo se sabe igual de frágil que el resto de las personas. Le mueve más el movimiento, no lo estático. O lo espectacular a veces, y no lo sobrio. En los últimos años hemos sido educados bajo este influjo de las imágenes, con lo que hemos perdido capacidad de razonamiento, de reflexión y objetividad.
Principio innegable
Hoy todo lo queremos digerido, “masticado” decía mi profesor de “Historia de las mentalidades” en la facultad. El ruso Tzvetan Todorov, en La conquista de América. La cuestión del otro, sostiene que la otredad, entre otras cosas, tiene un importante principio en el reconocimiento en los semejantes, es decir, en ese espejo que somos los seres humanos unos con otros. Una imagen. Aunque dicha imagen no sea del todo idéntica, sino que únicamente se le parezca. Y de imágenes, para qué negarlo, está saturada nuestra cotidianidad. El molde de homo sapiens con el que fuimos etiquetados por muchos siglos se rompió, pasamos después al homo ludens y luego al homo videns; la era televisiva pasó a la historia, hoy la velocidad de las redes y las posibilidades casi infinitas de lo electrónico y la tecnología llevan mano, nos seducen y manipulan. Otra vez, la imagen. Una imagen. Y no es que una imagen diga más que mil palabras, es que mil palabras pueden estar contenidas en una imagen.
El niño sirio, el niño que somos todos
Una imagen como ésta por ejemplo: un niño migrante que amanece muerto en una playa. La fotografía es dramática, una afrenta para la dignidad humana, un golpe certero de la muerte contra la vida. Endeble, boca abajo, los pequeños brazos hacia adelante, las piernas recogidas, con su playera roja y el pelo revuelto, el niño parece sofocar un grito, una petición de ayuda que se quedó en el camino: es una imagen de la desolación, de una dura llamada de atención para todos a fin de revisar lo que pensamos, lo que hacemos, lo que decimos, lo que creemos, por lo que luchamos y lo que decimos creer en consonancia con nuestro hacer de todos los días.
Al disertar sobre las posibilidades de atracción e influencia de una fotografía en su libro Ante el dolor de los demás, la ensayista estadounidense Susan Sontag escribe que en una imagen estamos expuestos, hay un riesgo que le es inherente. Quizá no hay sitio en el que estemos más endebles que en una fotografía: los ojos de quien la ve pueden dejarse ir hacia el dolor, la compasión, la compresión o simplemente pasar a la siguiente imagen.
En la mirada de cada quien
En Tres guineas, la novelista inglesa Virginia Woolf se pregunta si “al mirar las mismas fotografías sentimos lo mismo”. Su inquietud viene a propósito de ver las imágenes que llegaban a sus manos, por parte del gobierno español, de la insurrección fascista en España, que le provocan “horror y repulsión”. Volviendo a los tiempos actuales, la fotografía del niño sirio nos apela, eso es indudable; pero cuánto de eso nos llega de veras a los sentimientos, al nudo del corazón, a mover la conciencia y, por consiguiente, las manos. ¿A cuántos conduele? ¿A cuántos les pasa desapercibida? Guillermo Cabrera Infante, al hablar sobre la cinematografía, dijo: “El cine está en los ojos del que mira”. Es decir, que guste o no una película depende de cada quien. Eso mismo aplica con la fotografía de Aylan: está en los ojos de cada quien quedar indiferente o tener la certeza de que ese dolor y ese abandono nos pertenecen, nos cuestionan, nos urgen, nos alientan a ser cristianos en toda la extensión de la palabra.
Jacinto Buendía
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