Las manos de la Iglesia en las realidades temporales

Editorial

 

El punto de partida aconteció durante las bodas de Caná. El relato evangélico cuenta que durante la fiesta tras el casamiento, en un momento dado de la celebración se agotó el vino. Y María, como madre preocupada por todo lo que tenga que ver con sus hijos y atenta a los acontecimientos, instó a quienes lo servían a que hicieran lo que Jesús les dijera: ya antes le había externado la preocupación y el problema a su Hijo. Es decir, María, con ese gesto que bien pudiera tomarse como un acto inesperado, hecho para salir de un apuro, le enseñó a su primogénito a ser solidario: prácticamente le dijo, “ayúdalos, porque están atravesando un momento de necesidad. Tú sabes cómo hacerlo”. Ahí está un lejano antecedente de por qué hoy las manos de la Iglesia se multiplican en innumerables realidades temporales que requieren de su providencia y acción: están dirigidas hacia donde brota la necesidad, el llamado de ayuda. La pobreza, decía la madre Teresa de Calcuta, para su medio, necesita muchas, muchísimas manos.

Aunque no se ciñe a este par, la labor eclesial tiene que ver con dos ámbitos principales: el lado espiritual, imprescindible en la constitución de la persona y cuyo objetivo final es la salvación eterna y el alimento terrenal, entendido como la satisfacción de todas aquellas necesidades de la persona: alimento, casa, vestido, trabajo, educación. Si bien es cierto que la Iglesia se solidariza con todas las comunidades pobres y necesitadas, su labor no lo es todo, pues está presente sin duda la mano de la sociedad civil organizada y la de los gobiernos, quienes se dedican a paliar, en lo posible, lo inmediato y lo urgente. Las realidades temporales constituyen también un espacio idóneo para que el cristiano comprometido lleve a la acción los mandatos evangélicos: de nada sirve una fe sin obras, ya alertaba San Pablo a las comunidades. De nada nos sirve, en lo íntimo, regocijarnos si afuera hay muchos corazones que claman por un gesto de ayuda.

El Catecismo de la Iglesia Católica lo tiene claro cuando señala: “Es imposible promover la dignidad de la persona si no se cuidan la familia, los grupos, las asociaciones, las realidades territoriales locales; en definitiva, aquellas expresiones agregativas de tipo económico, social, cultural, deportivo, recreativo, profesional, político, a las que las personas dan vida espontáneamente y que hacen posible su efectivo crecimiento social” (n. 185). Es decir, una realidad va de la mano de la otra, son sustantivas y se apoyan mutuamente, porque de este modo es que la persona estará en posibilidades de atender el llamado de Jesucristo. Lo dice el sacerdote al terminar la Eucaristía: “vayamos a vivir lo que aquí hemos celebrado”. Es decir, vayamos a compartir lo que somos y tenemos.

El mensaje de la doctrina social acerca de la solidaridad pone en evidencia el hecho de que existen vínculos estrechos entre solidaridad y bien común: no puede hablarse de bien propio antes que bien de los demás; entre solidaridad y destino universal de los bienes, entre solidaridad e igualdad entre los hombres y los pueblos. La solidaridad implica la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común: por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. Y la solidaridad, como virtud social, nos dice el Catecismo de la Iglesia, se coloca en la dimensión de la justicia, “virtud orientada por excelencia al bien común, y en la entrega por el bien del prójimo, que está dispuesto a ‘perderse’, en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a ‘servirlo’, en lugar de oprimirlo para el propio provecho” (n. 193). Las manos de la Iglesia por ello intervienen en las realidades temporales: no puede quedarse hoy la Iglesia estática en el curato, en la sacristía, como piden todos aquellos que reducen la realidad eclesial al mínimo, cuando el mandato evangélico anima a salir en busca de la oveja perdida (extraviada y necesitada), así nada más sea una, porque por una sola, ya se sabe, hay fiesta en el cielo. Y porque Jesús mismo, incluso, fue un hombre solidario hasta la muerte.

 

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