El mundo es un letrero: el grafitti

La mayoría de las ciudades mexicanas, entre las que se cuenta Tepic, padece la plaga del graffiti; un fenómeno que es practicado por miles de adolescentes y jóvenes, ya sea obedeciendo motivos personales o por la pertenencia y defensa de algún barrio.

«¿Arte o desastre?»
No obstante ser considerado como un arte por un reducido sector de la sociedad, a casi todos les resulta repugnante encontrar la barda de su casa pintarrajeada por mensajes indescifrables –placas o tags–, rayones que más parecen exabruptos que producto de la inspiración o pinceladas estéticas, enormes trazos que contrastan con el estilo de las construcciones –en particular me refiero a esas leyendas que resultan inentendibles para la mayoría–. Porque el chavo que rayonea –un tagger o grafittero–, que deja su placazo valiéndose de una piedra de azúcar –la lata o bote de aerosol–, según algunos investigadores del tema, es el resultado de una formación caótica en la que intervienen múltiples factores: los cómics, el cine fantástico (Alien, Dark city o Matrix, entre otros filmes), el ska musical y el simple gusto por el placazo, además del abandono afectivo y formativo y el desmedido apego a los movimientos barriales y de banda.

El papel de lo clandestino
Las bardas o muros, portones, fachadas, edificios abandonados, anuncios y letreros publicitarios –espectaculares–, interiores y exteriores de autobuses públicos, señales de tránsito, bancas de parques, cristales de comercios, casetas telefónicas, puestos de periódicos, botes de basura, esquinas de establecimientos, cortinas de negocios, toldos, puestos ambulantes, todos son papel para el grafitti, cuyo ejercicio está ligado a la clandestinidad. Incluso, en ocasiones es asociado con lo vandálico, una codiciada bandera de las rivalidades añejas entre barrios: principalmente las bardas son disputadas en los extremos de la ciudad, al interior de las colonias, en la periferia, y la policía, al igual que en el cuento cortazariano titulado precisamente «Graffiti», es un perro guardián que más de las veces resulta burlado, pues «pintar grafittis cuesta dinero, da lugar al hurto y confronta a los taggers con la policía», escribió Carlos Monsiváis en «El grafitti. La escritura en la pared».

Una nueva sintaxis
Un grafitti o placa, como una estrella fugaz –no en su belleza, sino en lo instantáneo–, aparece de súbito, de la noche a la mañana se deja entrever esta plaga incontrolable, sombra molesta por su insistencia. Su sintaxis tergiversada, mutilada, alterada, es para la mayoría una suerte de acertijo: quien logre entender lo que se ha rayado, no sufrirá la inconveniencia de no saber de qué se está hablando o qué cifrado mensaje se ha dejado como señal. Así, como bien dice el título de este texto, el mundo bien puede ser una suerte de letrero, y las miradas que no lo comprenden (nosotros que no comprendemos) abren una amplia zanja entre el mensaje y su descodificación, muchas veces insalvable.

De taggers a evangelizadores
Habría que, entonces, buscar la manera de incorporar a este ejército de adolescentes y jóvenes taggers, con sus cualidades artísticas y creativas, en tareas que favorezcan la imagen de la comunidad, agruparlos en movimientos de barrio que ofrezcan un servicio desinteresado, por ejemplo, a las personas de la tercera edad, a los discapacitados, o sumarlos a grupos juveniles parroquiales y transformar su fuerza y empuje en un potencial evangelizador con bases cristianas y humanistas.

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El grafitti es un término italiano que viene desde los antiguos romanos, que decoraban sus habitaciones con pinturas. Según Luis Felipe Dávalos, catedrático de la UNAM, poeta y ensayista, lo que puede considerarse como grafitti moderno nació en la ciudad de Filadelfia, Estados Unidos, a mediados de los años sesenta del siglo pasado, cuando comenzaron a verse las primeras manifestaciones del grafitti. De lo que se puede deducir que este fenómeno, como tantas otras cosas, corrientes y hábitos, nos viene de los estadounidenses.

Juan Fernando Covarrubias Pérez

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