Ecumenismo, diálogo en la caridad, diálogo para la verdad.

La Iglesia entera se une en plegarias durante la celebración del Octavario de Oración por la Unidad de los Cristianos, que en este 2008 tendrá lugar en la tercera semana de este mes de enero. En este contexto, es importante volver nuestra mirada sobre un tema fundamental para la vida de la Iglesia universal, y en particular de nuestra Iglesia de Tepic, que puede iluminarnos sobre el caminar común de los que creemos en Cristo.

Esperanza
En 1967 los ojos de todo el mundo fueron testigos de uno de los gestos más alentadores de la voluntad humana por superar las divisiones propias de nuestra naturaleza; en Estambul, la vieja e histórica Constantinopla, dos grandes protagonistas, el Papa Pablo VI y el Patriarca Ortodoxo Atenágoras, sellaron con un abrazo y con una plegaria el primer paso de un camino largo y arduo, pero cargado de esperanzas: el ecumenismo. Los intentos por crear caminos de diálogo y reconciliación con las Iglesias separadas se habían iniciado en el seno de la Iglesia Romana durante la celebración del Concilio Vaticano II, bajo el paternal impulso del Papa Juan XXIII y la acertada continuidad que Pablo VI diera a este movimiento. Cuando Juan Pablo II asumió el Pontificado, muchos se preguntaban sobre la actitud que tomaría el hombre eslavo, que provenía de una Iglesia perseguida y clandestina, ante la triste división de los cristianos. La respuesta vino con el tiempo y ha sido muy halagüeña. Hoy, con Benedicto XVI, la esperanza cobra renovadas fuerzas, pues el Santo Padre ha dado pasos decisivos en el camino de la unidad.

El escándalo de la división
Las divisiones dentro de la Iglesia no son recientes ni escasas; el origen de la división es muy antiguo. En la primitiva comunidad cristiana surgieron conflictos entre judíos y gentiles; en la Iglesia Primitiva había milenaristas, agnósticos, docetistas, como después hubo en Oriente arrianos, nestorianos, monofisitas; o en Occidente pelagianos, donatistas y priscilianistas. Durante la Edad Media hubo iconoclastas, valdenses, albigenses, husitas, y más tarde sobrevino el “gran cisma” de Oriente y uno más en Occidente; después, la reforma protestante, el anglicanismo, el calvinismo hasta llegar a los conflictos más recientes, como el lefebvrianismo. Todas estas divisiones han tenido dos vértices importantes: buscar la verdad del Evangelio, y la debilidad humana que conduce a la división. Durante años, el diálogo entre las iglesias separadas y la Iglesia Romana fue nulo. Sin embargo, en tiempos recientes la Iglesia ha promovido de diversas formas el ecumenismo, el diálogo fraterno con los hermanos separados. Juan Pablo II se convirtió en un portavoz de la unidad entre los que profesamos que Cristo es el Salvador del mundo.

Juan Pablo II, el hombre del ecumenismo
Juan Pablo II no fue sólo el Papa que viajó o escribió mucho. Su Pontificado se caracterizó también por promover, con hechos y palabras, la unidad entre los cristianos de todo el mundo. El ecumenismo fue una más de las infatigables labores de Karol Wojtyla. Desde el inicio de su Pontificado atestiguó su firme deseo y voluntad de proseguir la tarea empezada por el Concilio Vaticano II, y de sus predecesores, hacia la anhelada unidad. El carácter ecuménico del Papa polaco no fue algo improvisado; desde su difícil juventud, en medio de la Segunda Guerra Mundial y el nazismo, Juan Pablo II tuvo entre sus mejores amigos a un judío que dejaría en él una grande huella.
Desde el tercero de sus viajes, el Papa comenzó a mostrar su carácter ecuménico al orbe entero: decidió ir a Turquía, donde la minoría de sus habitantes son cristianos, y entre ellos, la mayoría son ortodoxos. El viaje resultó complicado, pues privó un ambiente de intolerancia, entre otras actitudes, que tuvo que enfrentar heroicamente, algo de lo que ya había sido silencioso testigo el Santo Padre Pablo VI. Fueron tres días que resultaron una verdadera prueba, pero que también tuvieron momentos dulces, como el abrazo con el Patriarca Dimitros I, con quién rezó el Padrenuestro e impartió la solemne bendición a los fieles que presenciaban el histórico encuentro. Lo mismo haría horas después con el Patriarca Armenio Kalustian en el barrio de Kumpkapi.
Este es el rumbo que ahora Benedicto XVI ha asumido con valiente decisión. Su visita a la sinagoga de Roma, y después a Turquía no obstante las polémicas desatadas, nos dan luces para entender que el actual Pontífice está decidido a dar los pasos necesarios, aunque quizá arriesgados, en el camino de la unidad.

El ecumenismo no es un falso irenismo
Un año después de su viaje al país turco, en noviembre de 1980, el Papa Juan Pablo II viajaría a la antigua Alemania Federal, sede del luteranismo. Se trató de un acontecimiento más que ecuménico, por lo que significaba Alemania para el Papa de origen polaco que había sufrido los estragos del nazismo fascista y exterminador. El Santo Padre besó tierra alemana, y dijo: “Yo amo este país”. En ese viaje, el Papa daría una de las muestras más grandes de bondad y humildad que se han visto. Mucho esperaban los protestantes de este viaje, mas lo que no se imaginaron fue que el Papa citaría en más de dos ocasiones a Lutero como “alguien que buscaba respuesta a sus interrogantes”. Y en su sincero repaso por las dificultades que se han dado para conseguir la unidad, responsabilizaría a los católicos, pero también señalaría con valentía los errores del luteranismo. Al final del discurso el recinto enmudeció, en medio de aplausos que premiaron la franqueza de Juan Pablo II. Esta es, sin duda alguna, la característica que ha distinguido el ecumenismo de los últimos pontífices; sobre ellos pesa la tensión entre un diálogo en la caridad y un diálogo para la verdad. Buscar la unidad en ningún momento ha significado el alejarse de las verdades de fe que sostienen nuestra doctrina. Si los Papas o cualquier cristiano renuncia a lo fundamental en su fe, caminará por una paz falsa, ficticia, que acabará por convertirla en una cuestión de política y de interés meramente humano.

Las dificultades del ecumenismo
El camino a la unidad que la Iglesia ha emprendido desde el Concilio Vaticano II no es ni ha sido sencillo. Varios factores han entorpecido el camino que felizmente se había iniciado. Recordemos que la ordenación de mujeres en la Iglesia anglicana constituyó un doloroso retroceso en pos de la unidad. El descuido y desconocimiento de la fe en la que viven la mayoría de los católicos y la forma violenta de confrontarse con “hermanos separados”, constituyen una dificultad más en este proceso. Y no olvidemos tampoco el fundamentalismo que se ha infiltrado en algunas religiones y que ve la unidad y el diálogo como una utopía desgastante y frustradora. La verdad es que no sabemos cuándo ni cómo se llegará a la unidad, pero lo cierto es que hombres como Juan XXIII, Pablo VI, Atenágoras, Juan Pablo II y Benedicto XVI, han emprendido un camino difícil al que no debemos renunciar. Se trata de un camino de cruz, porque sólo “levantado de la tierra atraeré a todos los hombres a Mí”.

No hay ecumenismo sin conversión
El Papa Benedicto XVI ha dado un paso más allá en lo que toca al ecumenismo, al pedir a todos los actores involucrados que se den a la tarea de buscar con caridad la verdad y la conversión del corazón. Durante la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos de 2006, el Pontífice señaló: “Conscientes de que en la base del compromiso ecuménico se encuentra la conversión del corazón, como afirma claramente el Concilio Vaticano II: El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior, porque los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad”. El Santo Padre, con esta intervención, puso de relieve que la aspiración de toda comunidad cristiana y de cada uno de los fieles, es la unidad, cuya fuerza para realizarla constituye un don del Espíritu Santo, pero que ambas son paralelas a una fidelidad cada vez más profunda y radical al Evangelio.

 Arnold Omar Jiménez

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