Editorial
El designio de amor de Dios para la humanidad se concreta en la persona de Jesucristo. “Este es mi hijo amado, en quien tengo todas mis complacencias”, resuena la voz del Señor. La paternidad de Dios tiene su concreción y su prolongación en Jesús, a quien da a los hombres para su redención hasta el fin de los tiempos. El infinito poder de Dios se perpetúa gracias a la acción salvífica de su Hijo, quien aceptó morir en la cruz para alcanzar, para todos, sin distinción ninguna, la vida eterna, un lugar en la Casa de su Padre. Esta donación de profundo amor, de sacrificio y entrega totales, es la cara de la moneda que los padres en la tierra tienen que ver en el ejercicio de la paternidad y seguir ese total ejemplo de amor y donación.
Hay dos grandes momentos en la historia de la salvación en que la paternidad queda totalmente manifiesta: el sacrificio que pretendía hacer Abraham al ofrendar la vida de su hijo en obediencia a Dios y aquellos momentos durante la oración que Jesús hiciera en el Huerto de los Olivos la noche de su aprehensión por parte de los soldados romanos, en que, figurándose lo que le esperaba, le dice, conmovido al Señor Dios: “Padre, si es posible que pase de mí este cáliz”. Pasados unos momentos de reflexión y tribulación, Jesús dice, resuelto, decidido a una entrega sin comparación y del todo desinteresada: “Padre, que se haga como tú quieras”. En esa aceptación, en ese gesto de obediencia suprema el Hijo reconoce el amor paterno, lo bueno que entrañaba lo dispuesto por su Padre para el futuro de la humanidad.
La paternidad de los hombres pasa por entender otras condiciones y de asimilar otras circunstancias. La procreación, entendida como un acto éticamente bueno de poner las condiciones para la concepción de una nueva persona humana, da paso a la paternidad, pero no todo aquel que procrea puede llamarse padre en el justo sentido de la palabra. “No es la carne y la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres e hijos”, reflexiona el Padre José Luis Martín Descalzo. La paternidad no viene dada como un aditamento inherente que el hombre puede usar y rechazar como si lo hiciera con, por ejemplo, un balón de futbol cuando se aburre o se agota físicamente. Porque, continúa Martín Descalzo, “cuántos hay que se creen padres por el mero hecho de haber traído hijos al mundo. Líbreme Dios de infravalorar esa maravilla de prestar a otro ser la carne y la sangre”.
Una vieja canción popular decía que no bastaba con traer hijos al mundo, y podríamos agregar que no basta con ejercer autoridad y disponer mandatos para hacer sentir que se es padre ante los hijos. Antes bien, a imitación de la ofrenda sacrificial de Abraham o la aceptación amorosa de los designios del Padre hacia Jesús la noche de su aprehensión y posterior muerte, la paternidad ha de ser un encuentro entre el padre y su hijo, un encuentro signado, primero, por el amor, por la aceptación y la entrega en una convivencia fraterna que esté marcada por el procurar el bien y el desarrollo de los hijos. Dar la vida, literalmente, por aquellos que se trajo al mundo en un acto éticamente bueno de donación y procreación.
“…la verdadera paternidad y maternidad no pueden reducirse al milagro de unas células humanas que se encuentran y se funden –subraya Martín Descalzo–, sino que reposa, sobre todo y fundamentalmente, en la larga cadena de amor que empieza mucho antes del engendramiento y no termina nunca en un padre y una madre verdaderos”. La celebración del Día del Padre, por todo ello, ha de recordarnos que la paternidad de los hombres se desprende de la paternidad de Dios: que proviene de un designio de amor y por amor. Porque, como bien lo afirma el sacerdote español, “somos padres e hijos en la medida en que amamos”.