Les comparto amigos lectores un encuentro con el Niño Dios en la cueva que arreglé en una de tantas navidades que he celebrado. Pero antes, quiero decirles unas palabras sobre la Navidad que con tanta alegría vivimos los cristianos.
El origen de la Navidad
Existen dos hipótesis sobre el origen de la Navidad: según unos, se trataría de la cristianización de una fiesta solar; para otros, estaría relacionada con la fecha de la muerte de Cristo. La mayoría de los autores se inclina por la primera.
El 25 de diciembre del año 274, el emperador Aureliano dedicó un templo al “Sol Invictus”. Esta fiesta del solsticio de invierno fue recurso constante entre los paganos, y pasó al calendario juliano como “Natalis Solis Invicti”. Ella provocaría, en el siglo IV, el nacimiento de la fiesta cristiana occidental de la Natividad del Señor en Belén. Así, la Navidad se considera como una réplica de la fiesta pagana del Sol invencible y divino, que se celebraba el 25 de diciembre, por considerarse que era el día que sigue a la noche más larga del año, es decir, el día en que nace el Sol. De este modo, se cristianizaba una solemnidad pagana, a la vez que atacaba al arrianismo, al plasmar litúrgicamente el dogma del Concilio de Nicea (año 325). No hay que descartar que el 25 de diciembre fuera escogido también por razones simbólico-astronómicas, según las cuales, así como la Encarnación había ocurrido el 25 de marzo (equinoccio de primavera), nueve meses después, es decir, el 25 de diciembre, debía ocurrir su nacimiento. (Ver Agenda Litúrgica de la Arquidiócesis de Guadalajara, 2004, páginas 57–59). Imposible dar más datos por el espacio.
La mirada del Niñito Dios
En medio de la oscuridad de la noche y de un impresionante silencio, me paré frente a la cueva y, tras un recorrido con la mirada por toda ella, clavé mis ojos en el Niño tierno y me quedé como quien es arrebatado y llevado a la contemplación mística. Jamás podré olvidar esa mirada única, opulenta, plena, perfecta, que me llenó de encanto, el encanto virginal de la novedad eterna.
La mirada de ese Niño tenía algo inexplicable que penetró hasta lo más íntimo de mi ser. Era tan pura, tan nítida, tan amplia, que dejaba ver el seno mismo de la Trinidad donde el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se envolvían en la eterna mirada del amor.
La mirada de Jesús era tan intensa que me bañaba completamente; la mía era tan reducida, que apenas encontraba una rendija en sus pupilas. La suya era mirada de amor; la mía, apenas mirada de fe. Él me miró con amor; yo lo miré con esperanza. Él me daba seguridad con su mirada; yo le ofrecía confianza. Su mirada irradiaba pureza; la mía anhelos de purificación. El Niño Dios ponía en su mirada toda el alma, era mirada de contemplación; en la mía había mucha mezquindad y solo intentos de contemplación. En su mirada se proyectaba el gozo y, al mismo tiempo, el dolor, ambos fundidos en una misma realidad, escondidos tras el velo de la donación; en la mía surgía el amor y me hacía temblar la posibilidad del dolor.
Niño Jesús, te revestiste de carne
¡Oh, Jesús! Pídeme lo que quieras, aun la vida misma, pero nunca me prives de tu mirada. Cuando era niño, me dijeron que Tú eras: Espíritu puro, imponente, fuerte, poderoso, lejano, justiciero y castigador, dueño, amo y Señor del universo, dueño de la Creación, dominador de la naturaleza y de los hombres. Y ahora, mi Niño, las cosas han cambiado, o, mejor, me las cambiaste Tú, porque me amas. Sí, tanto me amas que te me entregaste a mí, pero en tal forma que ya no eres puro espíritu, sino que te revestiste de carne, y ahora puedo tocarte, como lo hicieron tus amigos los Apóstoles.
¿Dónde quedó tu grandeza, tu poderío, tu riqueza, tu poder de mando, tu inmensidad, si ahora te veo pobre, débil, indefenso, impotente, con hambre y con frío, sin techo digno donde pasar la noche, presagio de lo que te espera en la vida?
Sabes qué, mi Niño Dios, me gustas más así. No es que no te acepte como me dijeron que eras, ¡no, pero me gustas más así! ¿Qué quieres que haga?
Y, ¿sabes qué, Niñito Dios? Ahora que te haces “yo”, ¿por qué no me concedes hacerme “Tú”? A mí me gustaría, pero solo Tú puedes concederme este capricho. ¡Oh, me elevas del plano natural y me divinizas! ¡Gracias, mi Niño Dios! ¡Qué grande eres!
¿Por qué lo hiciste? ¡Porque te amo!
Y… ¡No me digas nada! Ya sé que vas a preguntarme, como lo hiciste con aquellos dos amigos que querían sentarse en tu reino, a tu derecha uno y a tu izquierda, el otro: ¿puedes beber el cáliz que yo tengo que beber? (Mt 20, 22). ¡No lo sé! Más aún, ¡tengo miedo! Pero tampoco me interesa saberlo, ni me causa miedo. Solo sé una cosa y es que Tú y yo iremos juntos por la vida y que nunca me dejarás solo.
Y ahora te pregunto yo: ¿por qué lo hiciste? ¿Acaso no eras feliz en el Cielo? ¿Por qué quisiste bajar a este valle de lágrimas donde se carece de todo, menos de dolor, desesperación, hambre, soledad, miedo, esclavitud y donde ni siquiera reconocerán los derechos que tienes por ser hombre? ¿Qué, no sabes que podrán golpearte, meterte a la cárcel y aun matarte? ¿No has pensado que, aunque seas Dios, la gente no te va a conceder más título que el de ser el hijo del carpintero y de una pobrecita mujer nazaretana? Te repito, mi Niño Dios, ¿por qué lo hiciste?
Sentí de pronto que aquel Niño esbozaba una sonrisa y con sus pupilas clavadas fijamente en las mías me preguntaba: ¿de verdad quieres saber por qué? ¡Porque te amo!
(Ver la meditación completa en mi libro Remanso, bajo el título de “Segunda meditación”).
Pbro. Lic. Félix Quintero Peña
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