La migración, un paso que se da hacia la felicidad

Editorial

 

Aquel peregrinar de María y José, por una disposición gubernamental, para ir a Belén de Judá donde habría de nacer en un pesebre el niño Jesús es una especie de migración: el moverse para, de algún modo, buscar un bien, procurar una vida acorde con las aspiraciones humanas de libertad  y felicidad. No obstante que no se trató de un migrar como lo conocemos hoy, el camino que llevó a María y a José a encontrar un sitio en el que Jesús vendría al mundo supuso que el movimiento humano, esas grandes columnas que atraviesan fronteras y caminos mortales, tendría recompensas, y sería una constante en el devenir de la humanidad. Más que un viaje, como podría haber sido el de los tres magos de Oriente o el de aquellos que siguieron también la estrella aparecida en el horizonte, dejar una tierra e ir a otra alcanza un cenit particular: la procreación y la prolongación de la vida en todas sus dimensiones, un pugnar por el respeto a la dignidad de la persona humana.

Alcanzar la tierra prometida es también sustancia migratoria. ¿Qué mejor parecido puede encontrar ese trajinar en la vida diaria que el de un camino por el que se atraviesan parajes desérticos, tierras inhóspitas y abismos a los que la persona continuamente está en peligro de caer? Los 40 años que pasaron los israelitas para encontrar la tierra que les había sido prometida dan una cabal idea de ello: vicisitudes, desaliento, pecado, dejadez, cansancio, descreimiento, soledad, enojo, vacilaciones en la fidelidad y un continuo caer y levantarse fueron las constantes de ese pueblo que, con todo, estuvo cierto de que al final del camino asomaría la luz. La migración no escapa a una comparación de esas cuatro décadas soportando un sol despiadado y teniendo un suelo calcinante y arenoso bajo los pies: si después de todo ese tiempo se alcanza el objetivo tan largamente buscado entonces la recompensa alcanza para la vida en este mundo y para abonarle a la vida futura, esa que, como la tierra a los israelitas, es una promesa divina.

La migración actual es un tema del que se habla en numerosos sitios, por la necesidad de millones de personas de dejar sus lugares de origen en busca de un bienestar que su propia tierra de algún modo les ha negado. Las estelas humanas se alargan desde sitios como Centroamérica y el sur de México hacia Estados Unidos, de África a los países europeos (sobre todo por la puerta natural, España), de naciones de Europa a la Europa misma (el particular caso de los turcos que llegan por miles cada año a Alemania), por citar unos cuantos ejemplos, nos acercan a la dimensión de este gran fenómeno: la migración es, sobre todo, una opción a la que se ven obligados los que migran, como si se tratara de alcanzar una balsa como sea al naufragar en medio del océano.

La Doctrina Social de la Iglesia pone el acento en ello: “En el mundo actual, en el que el desequilibrio entre países ricos y países pobres se agrava… crece la emigración de personas en busca de mejores condiciones de vida, procedentes de las zonas menos favorecidas de la tierra” (n. 297). La Iglesia, como madre y maestra, alerta en que “la regulación de los flujos migratorios según criterios de equidad y equilibrio es una de las condiciones indispensables para conseguir que la inserción se realice con las garantías que exige la dignidad de la persona humana”. La migración, se dijo ya, tiene como resorte el buscar un bien, procurar una vida acorde con las aspiraciones humanas de libertad  y felicidad, mediante un nuevo empezar, con empleo, educación y alimentación. La misma Doctrina Social alienta a que los inmigrantes deban ser “recibidos en cuanto personas y ayudados, junto con sus familias, a integrarse en la vida social”.

 

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