La ley de Dios no se negocia

Editorial

 

Las situaciones comunes de la vida, a veces, se prestan para negociar. Fijar las tasas y precios de algún servicio, e incluso de un gesto, pueden dar lugar a una conversación tendiente a acordar lo más justo para las dos partes, o tres, o el número de personas que intervengan. Por ejemplo, en un tianguis, en el mercado o en los quehaceres del hogar con los hijos a cambio de horas de televisión o de juegos, es bastante común dialogar para tasar una compra venta, la prestación de un servicio o establecer una ayuda en la limpieza u orden de las habitaciones, la sala, la cocina, el patio, la cochera, el jardín y otros sitios. Negociar, en este caso, es sinónimo de un grado de civilidad para llegar a acuerdos, para establecer un sentido a lo que hacemos y para determinar las condiciones y circunstancias en que se ha de desarrollar tal situación en beneficio de todas las partes.

Es posible, ya se dijo, negociar con un sinnúmero de cosas. Pero no sucede esto con Dios, y mucho menos con sus mandamientos. Jesús, en su paso por la tierra, y a fin de dar continuidad a esa obra redentora iniciada con su presencia, vida y muerte en la cruz, fundó la Iglesia, a la que instituyó como la celosa guardiana de los medios de salvación para la humanidad entera. Esos ojos vigilantes los delegó en sus Apóstoles, hombres elegidos por Él para atar y desatar en la tierra y en los cielos lo que, según su doctrina, consideraran justo y bueno ante los ojos del Padre: “Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt 19, 16).

Los poderes conferidos a los Apóstoles se reúnen y potencian en tres principales: enseñar, santificar y gobernar. Por la autoridad de Cristo, los Apóstoles-la Iglesia, va señalando a los fieles el camino de la salvación, mediante la observancia puntual del Magisterio. La santificación es dada por medio de los Sacramentos, de su práctica y asiduidad. No hay quien se salve sin estar en gracia, y esta es concedida por los Sacramentos. Y la gobernanza se establece mediante el establecimiento de leyes que los fieles han de observar con conciencia. “Por esta autoridad que le viene del mismo Jesucristo, la Iglesia puede y debe promulgar leyes que ayuden a los fieles en su camino hacia la Casa del Padre”.

Y la Iglesia, en su doble función primordial de cuidado y enseñanza, como Madre y Maestra, para dar cumplimiento a esa vital misión que le fuera conferida por Jesús mismo desde sus cimientos y hasta nuestros días, da normas para ayudar a los cristianos a la buena observancia y vivencia de los mandatos divinos. En la Carta a los Romanos Pablo escribe: “Si confiesas con tu boca que Jesús es tu Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (10, 9). Es decir, si de palabra y acción conduces tu vida apegada a lo que manda tu Señor, bienaventurado porque de este modo aseguras tu tránsito final a la Casa del Padre.

Entre esos mandatos divinos, entre esas leyes y normas figuran los mandamientos, lo dispuesto por el Señor para entablar una buena relación con Él: que no son letra muerta sino la marca del cincel en la piedra del corazón de cada cristiano, que los lleva inscritos para hacerlos vida, para seguirlos al pie de la letra. Los mandamientos son tan claros y de alcances tan determinados, y por su carácter inmutable siquiera intentar “negociar” con su cumplimiento o su abolición no es deseable pensarlo, no tiene cabida alguna. Más aún, “todas las personas que pertenecen a la Iglesia están obligados a cumplir con ellos”.

 

 

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