El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”, Miguel de Cervantes, “Don Quijote”.
Mucho se ha dicho y escrito al respecto de que la lectura no es un hábito entre nosotros; ya no digamos un vicio arraigado, como sí lo son sentarse frente al televisor o bailar, por poner dos ejemplos más a la mano. El asunto a resaltar en esta cuestión tiene que ver con si se ha hecho, ya no lo excepcional, sino lo necesario para incentivar a niños, adolescentes y jóvenes a leer: ya se sabe que en estas etapas se adquieren las herramientas que servirán para el desarrollo de la persona en su adultez y vejez. Los esfuerzos, desde todas las esferas, incluidas la familia, la escuela o instituciones públicas, está claro que no han sido los más eficaces; sin embargo, con sus simpatizantes y detractores, la nueva ley del libro –aprobada en este 2008– parece, porque prevalece la duda, que va a entrar al quite con tanto programa fracasado en la promoción de la lectura.
Una herramienta rústica
A estas alturas del tercer milenio vivimos inmersos en la llamada “sociedad del conocimiento”, esa avalancha que está arrasando las viejas estructuras de asimilación y aprendizaje. La base, sin embargo, de este cúmulo de información que ha de ser traducida en saberes y conocimiento es la rústica lectura, ese hábito visto hoy como un ejercicio raro, y que para su preservación tendría que convertirse en un “vicio”: para aprender a leer hay que leer, así como para aprender a andar en bicicleta hay que subirse a ella.
El primer contagio
En “Contagios de lector a lector” Gabriel Zaid dice que “el vicio de la lectura se adquiere por admiración”. Esta afirmación implica, entre otras cosas, que tendría que haber un antecedente cercano para aquel que se inicia en la aventura de la lectura: es decir, un familiar cercano, un pariente, un maestro, un amigo, un compañero de trabajo, que por su asiduidad a los libros dejara un rastro de motivación que alguien tendría que identificar y practicar.
La lectura por contagio es, quizá, por su simplicidad y por no estar restringida en cuanto a la disposición de recursos económicos, la estrategia más idónea para replicarla en nuestros círculos más cercanos y que los lectores broten más sencillamente aquí y allá en la República Mexicana.
Pasos y tropiezos de la ley del libro
En el último año de su gestión gubernamental, el Presidente Ernesto Zedillo impulsó una ley del libro, que a la postre no entró en vigencia porque carecía de la normatividad interna necesaria. Durante el mandato del Presidente Vicente Fox, surgió la idea del precio único del libro, pero la iniciativa se quedó en el tintero porque el mandatario la vetó, en razón de que, en aquel entonces argumentó, afectaba la Ley Federal de Competencia. Lo que se consideraba iba a ser un fuerte impulso a la industria editorial, al fin no prosperó. Este nuevo intento, que ha sido impulsado por miembros de la industria editorial, intelectuales y escritores, al fin se ha visto cristalizado durante la presidencia de Felipe Calderón, que promulgó públicamente la ley hace unas cuantas semanas.
¿Para adelante o en retroceso?
El gancho principal de esta ley es el precio único del libro; es decir, la edición de un mismo libro tendría que venderse a un mismo precio en todas las librerías. Esto, por otro lado, elimina de facto las ofertas, lo que va en detrimento directo de la economía de los lectores. ¿Hasta dónde, entonces, se promociona e incentiva la lectura –que tendría que ser el fin último– con la aprobación de esta nueva ley? En la práctica, sin duda, se despejará ésta y otras dudas que surgen por todos lados.
Juan Fernando Covarrubias Pérez