Editorial
El Papa Francisco ha expresado continuamente su preocupación por las diversas heridas que acusa la sociedad contemporánea. Pero no se ha quedado en ello, sino que ha puesto, conmovido y presuroso, el dedo en el renglón. El reciente viaje a Filipinas, una isla golpeada por fenómenos naturales y atenazada por una ancestral pobreza, demuestran que el buen samaritano no es aquel que únicamente se encuentra de casualidad en el camino, sino que sale al camino, se interpone en el trayecto de quienes requieren amor y caridad, algún tipo de ayuda que le presten. Son muchos los ámbitos en que la sociedad actual presenta heridas, algunas superficiales, otras profundas y lacerantes, que urgen las manos de los cristianos católicos convencidos de su fe y de su esperanza en Jesucristo. El Papa Francisco pone el ejemplo, como muchos Pontífices lo han hecho a lo largo de la historia de la Iglesia.
Se ha puesto en entredicho, por ejemplo, el papel de la Iglesia, y de la religión en general, tras los recientes atentados terroristas en Francia y en países de Oriente Medio; oportunidad que los pesimistas y descreídos no han perdido para señalar que la religión le estorba al hombre, que la Iglesia debería hacer más de lo que hace. Muchas veces, en este tenor, se presenta a la Iglesia como un obstáculo para la libertad, desconfiada e intolerante. Pero se trata de una libertad que se confunde y que se erige como aquel postulado filosófico que dictaba: “Dejar pasar, dejar hacer” (incluso matar). No es ese el concepto de libertad que la Iglesia ha tratado de inculcar en los católicos, sino aquella que apunta, como bien escribió el filósofo Hegel, a “que el hombre fuera libre en sí y por sí, en virtud de su propia sustancia, que hubiera nacido libre como hombre, no lo supieron ni Platón, ni Aristóteles, ni Cicerón, ni los juristas romanos, a pesar de que solamente en este concepto reside la fuente del derecho. Solo en el principio cristiano, el espíritu individual personal cobra esencialmente un valor infinito, absoluto”.
Y es que en aras de la libertad se emprenden toda clase de acciones, denigrantes, violentas, discriminatorias, ofensivas. Una libertad tan ensalzada y adornada que no sería descabellado encontrarla en los aparadores de los centros comerciales, en oferta todo el año y al alcance de cualquiera que pueda desembolsar unos cuantos pesos, con la creencia de que podría hacer lo que le plazca. Las máximas que hoy se ponderan no tienen que ver con el espíritu cristiano de la caridad y la fraternidad, sino con un exacerbado individualismo que apunta a la satisfacción personal, a un hedonismo desatado y a una cúspide que presenta el éxito y la satisfacción como las medallas a alcanzar en una competencia descarnada y desleal. Recordemos lo que Hegel abundaba en su reflexión: “En la religión cristiana se abre camino la doctrina según la cual todos los hombres son iguales ante Dios, porque Cristo los ha llamado a la libertad cristiana”. Es decir, el plan de Dios incluye y postula que se ayude a todos los hombres por igual.
Deslumbrados por lo que el mundo presenta como trofeos a llevar a la sala de la casa de cada hombre, se confunde este principio de libertad inherente al nacimiento y se le mal utiliza; Hegel lo decía de este modo: “El sentimiento de este principio (libertario) fermentó con los siglos, con los milenios, y dio lugar a las más gigantescas revoluciones”. La espiral ha sido de tal magnitud que al hombre, principal factor en esta ecuación, se le han escapado el mundo y la vida de las manos; entendido esto como una forma de sobrevivir en lugar de vivir, a plenitud, en armonía y consonancia con los mandatos evangélicos. Juan Pablo II denunció la existencia de una “civilización enferma”, porque “nuestra sociedad se ha alejado de la plena verdad sobre el hombre, de la verdad sobre lo que el hombre y la mujer son como personas”. Ahí se encuentra una de las fuentes de este decaimiento y de esta decadencia humanas. Por todo ello, ni la Iglesia es un obstáculo para la libertad, ni esta es un instrumento para denostar la dignidad humana. Sino que una y otra alternan y se sostienen.