La fuga del Chapo o la incapacidad del Estado mexicano

La fuga de la prisión del Altiplano de Joaquín Guzmán Loera, alias El Chapo, el mes pasado, no sorprendió a muchos. Una vez, hace años, se había fugado ya del penal de máxima seguridad de Puente Grande, Jalisco. De donde, se dijo, salió prácticamente por la puerta grande. Y el asunto adquiere una dimensión todavía mayúscula si se considera esa primero frase de este artículo: que su huida no haya sorprendido a la mayoría. ¿Hay una explicación? Sí, sí la hay, vaya que la hay. Porque, ¿de qué hablamos cuando hablamos de que la corrupción es la sangre que circula en importante vena del cuerpo mexicano? ¿A qué nos referimos cuando la práctica de la corrupción es casi ya un acto cotidiano en las agendas de servidores públicos, organizaciones, dependencias municipales, estatales y federales, e incluso en los ciudadanos?

Un hombre ingenioso

Por muchos años la sociedad mexicana ha vivido bajo el influjo –y las consecuencias, por supuesto, llámense económicas, de seguridad o de convivencia social– de la corrupción, pero también de ese otro brazo impresionante que alcanza todos los rincones de un país que nada más no acaba de recomponer el camino: el narcotráfico. La cuestión de su fuga alcanza otras dimensiones si se considera, también, que haber burlado dos prisiones de máxima seguridad sin prácticamente despeinarse, deja al descubierto la fragilidad de los instrumentos de seguridad con que cuenta el Estado mexicano. Un solo hombre –aunque sabemos que detrás de él hay todo un “ejército” a sus órdenes– ha tenido más ingenio –o capacidad de gestión y negociación, porque sus formas no son propiamente violentas– que todo un sistema que, incluso, ha exportado tecnología para hacer todavía más seguros sus deplorables sistemas de seguridad.

Bacteria que se reproduce

La corrupción en México no es noticia, lo que sí es novedoso es que esta corrupción haga nido en sitios donde antes se pensaba que no podía ser infectado. La costumbre crea hábitos, y los hábitos construyen la cotidianidad de cada día. Si a un problema de una envergadura monumental como el narcotráfico se le insufla más poder a través de una red inmensa de corrupción, “estamos fritos”, diría el común de la gente. A este respecto, Antonio Navalón, periodista español, reflexionaba hace días en el diario El País: “El problema de la corrupción es que se ha convertido en la bacteria que alimenta la epidemia del narcotráfico. La segunda huida de El Chapo –“increíble e imperdonable”, en palabras del presidente Enrique Peña Nieto–, es un gesto que humilla y destruye la credibilidad del Estado, dejando en evidencia varios aspectos”.

Un país agujerado

Navalón se refiere a la credibilidad del Estado mexicano. A su destrucción, porque mermada ya estaba dicha credibilidad. A este primer factor de la ecuación habría que sumar un segundo: el adjetivo incapacidad (que más que adjetivo, en cuanto a seguridad en el país se refiere, es condición. Una condición ya natural). Menos credibilidad, más incapacidad: y de esta suma y resta el resultado es desastroso. La fuga de El Chapo, más allá de que el presidente dijera que, de algún modo se esperaba desde el día de su recaptura, pone en entredicho no la legitimidad de un gobierno, sino que deja al descubierto todos los agujeros que la corrupción ha hecho en el entramado de este país llamado México.

 

Jacinto Buendía

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Comentarios al autor: (buendia@lasenda.info)

 

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