La familia y su batalla en el mundo

Editorial

El Encuentro Mundial de las Familias, celebrado en la Ciudad de México en el mes de enero pasado, nos recordó la delicada situación que la familia atraviesa en el mundo de hoy y puso el acento en la urgencia de su defensa, de su proyección como un lugar donde el ser humano no sólo crece y socializa, sino como un entorno en el que es posible aprender a amar, a educar para la vida, a dar a conocer y aceptar el amor de Dios: en la familia, como quizá en ningún otro lugar, Dios se hace presente a través del amor, de sus designios, de su protección de Padre amoroso, de su verdad eterna.

El Papa Juan Pablo II, de feliz memoria, en su carta encíclica Familiaris consortio (El consorcio familiar) ya nos alertaba al respecto de que la familia hoy presenta aspectos positivos y negativos: “los unos, (producto) de la salvación de Cristo operante en el mundo; los otros, (causa) del rechazo que el hombre opone al amor de Dios” (n. 6). Las corrientes progresistas que en la actualidad tanto se difunden y privilegian hablan, con marcado desdén y rechazo, de la familia tradicional como un ente al que se le tiene que ir restando credibilidad e injerencia, y se han encargado de ir minando su imagen con arteros ataques y legislaciones cada vez más deshumanizantes. Y proponen, asimismo, “nuevos modelos de familia” en los que ya no, necesariamente, la cabeza son un hombre y una mujer; contraviniendo, de este modo, el mandato divino y poniendo en tela de juicio la tutela de los hijos y su educación en la moral y los valores.

“Es a las familias de nuestro tiempo a las que la Iglesia debe llevar el inmutable y siempre nuevo Evangelio de Jesucristo; y son a su vez las familias, implicadas en las presentes condiciones del mundo, las que están llamadas a acoger y a vivir el proyecto de Dios sobre ellas” (Familiaris consortio –El consorcio familiar–, n. 4).

La Iglesia tiene un siempre renovado compromiso con la familia, con su constante evangelización y crecimiento espiritual, con su promoción y cuidado y ésta, a su vez, en la Iglesia ha de encontrar la comunidad donde le sea posible su realización y trascendencia como germen de buenos cristianos y comprometidos seres humanos.

La familia, siguiendo el modelo de formación en el amor y la obediencia que propuso e hizo vida la Sagrada Familia de Nazaret, ha de tener su sostén y fortalecerse en las enseñanzas de las Sagradas Escrituras, que son luz en el andar oscurecido en que se ha convertido el mundo: su responsabilidad, por lo tanto, de contribuir a la construcción de una sociedad más humana, y su misión eclesial en todos los contextos, se han de convertir en sus más altas prioridades, sin descuidar la importantísima y recta formación de los hijos y la promoción de la dignidad de la persona humana.

Hablar de la familia, por último, no puede ser un tema pasado de moda o que tenga que abordarse en algún tiempo en particular, como se empeñan en señalarlo algunos, que preferirían enterrar de una vez y para siempre el modelo de familia nuclear y sacar a la luz otras formaciones que de familia no tienen nada. El proceso familiar, las fortalezas y valores de la vida en familia siempre han de ser una asignatura en la que se crezca en conocimientos y experiencia, un potentísimo lugar de encuentro en el que los miembros se reconozcan, se respeten y amen por encima de fricciones y desacuerdos, tan naturales en los seres humanos.

 

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