La familia, abierta a Dios y al prójimo

EMF 2009

Quinta catequesis

Inscrito en nuestro ser el volver a Dios
El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, para vivir y convivir con Él. Ni el ateísmo, ni el agnosticismo, ni la indiferencia religiosa son situaciones naturales del hombre ni pueden tampoco ser situaciones definitivas para una sociedad. Los hombres estamos re-ligados esencialmente a Dios, como una casa lo está respecto al arquitecto que la construyó. Las dolorosas consecuencias de nuestros pecados pueden oscurecer este horizonte, pero, más pronto o más tarde, añoramos la casa y el amor del Padre del Cielo. Nos ocurre como al hijo pródigo de la parábola: no dejó de ser hijo cuando se marchó de la casa de su padre y, por eso, a pesar de todos sus extravíos, terminó sintiendo un anhelo irresistible de volver. De hecho, todos los hombres sienten siempre la nostalgia de Dios y tienen la misma experiencia que San Agustín, aunque no sean capaces de expresarla con la misma fuerza y belleza que él: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón no descansará, hasta que descanse en Ti» (Confesiones, 1, 1).

Incorporar a Dios en la dinámica familiar
Consciente de esta realidad, la familia cristiana sitúa a Dios en el horizonte de la vida de sus hijos desde los primeros momentos de su existencia consciente. Es un ambiente que ellos respiran e incorporan. Esto los ayuda a descubrir y acoger a Dios, a Jesucristo, al Espíritu Santo y a la Iglesia. Con plena coherencia, ya desde el primer momento de su nacimiento, los padres piden a la Iglesia el Bautismo para ellos y los llevan con gozo a recibir las aguas bautismales. Luego, los acompañan en la preparación a la Primera Comunión y a la Confirmación, los inscriben en la catequesis parroquial y buscan para ellos la escuela que mejor los eduque en la religión católica.

Por encima de todo, amar a Dios
La verdadera educación cristiana de los hijos, sin embargo, no se limita a incluir a Dios entre las cosas importantes de su vida, sino que sitúa a Dios en el centro de esa vida, de modo que todas las demás actividades y realidades: la inteligencia, el sentimiento, la libertad, el trabajo, el descanso, el dolor, la enfermedad, las alegrías, los bienes materiales, la cultura, en una palabra: todo; estén modelados y regidos por el amor a Dios. Los hijos tienen que habituarse a pensar antes de cada acción u omisión: «¿Qué quiere Dios que haga o deje de hacer ahora?». Jesucristo confirmó la fe y convicción de los fieles de la Antigua Alianza, sobre el que consideraban como «el gran mandamiento», cuando respondió al doctor de la Ley que «el primer mandamiento es éste: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas» (Cfr. Mc 12, 28; Lc 10, 25; Mt 22, 36s).

De la mano con los hijos en los senderos del Señor
Esta educación en la centralidad del amor a Dios la realizan los padres, sobre todo, a través de las realidades de la vida diaria: rezando en familia en las comidas, fomentando en los hijos la gratitud a Dios por los dones recibidos, acudiendo a Él en los momentos de dolor en cualquiera de sus formas, participando en la Misa dominical con ellos, acompañándolos a recibir el Sacramento de la Reconciliación, etcétera.

Al prójimo también amor
La pregunta del doctor de la Ley sólo incluía «cuál es el primer mandamiento». Pero Jesús, al responderle, añadió: el segundo es semejante a éste: «amarás al prójimo como a ti mismo». El amor, pues, al prójimo es «su mandamiento» y «el distintivo» de sus discípulos. Como concluía San Juan con fina sicología: «Si no amamos al prójimo a quien vemos, ¿cómo vamos a amar a Dios a quien no vemos?» (1Jn 4, 20).

Compartir lo que se es y lo que se tiene
Los padres han de ayudar a sus hijos a descubrir al prójimo, especialmente al necesitado, y a realizar pequeños pero constantes servicios: compartir con sus hermanos los juguetes y regalos, ayudar a los que son más pequeños, dar limosna al pobre de la calle, visitar a los familiares enfermos, acompañar a los abuelos y prestarles pequeños servicios, aceptar a las personas haciéndoles pasar por alto y perdonar las pequeñas limitaciones y ofensas de cada día, etcétera. Estas cosas, repetidas una y otra vez, configuran la mentalidad y crean hábitos buenos, para afrontar la vida del «prejuicio» mediante el amor a los demás, y hacerles así capaces de crear una sociedad nueva.

 

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