Editorial
Un largo camino de doce meses se abre ahora con la entrada del mes de enero. Lo ido, ido está. Sabemos que no nos es posible desandar lo vivido, pero sí destilarlo para extraerle la miel, aquello que pueda abonar para los días venideros, que seguro habrán de llegar con sus problemas, sinsabores, obstáculos, incluso retos y proyectos propios de cada familia cristiana. En la unión el sendero siempre se ha de vislumbrar menos empinado, aun cuando solo sea de subida. Es un camino que podríamos empezar a andar con los ojos puestos en la ruta, y no distraernos mirando el suelo, como dice aquel antiguo refrán. Joan Manuel Serrat lo dice en una de sus canciones: “caminante (tienes que saber que) no hay camino, (que) se hace camino al andar”.
Y cada paso dado implica esfuerzo, certeza sobre lo que se quiere y se busca. “La primera parte del camino fue fácil; pero cuando llevaríamos andados cerca de tres cuartos de hora se ocultó la luna y comenzó otra vez a nevar. Se levantó un frío que cortaba y que hacía llorar”, escribe José Luis Martín Descalzo en “Yo he llegado a cura”, una reflexión sobre la travesía que siguió –metafóricamente hablando– a la luz de uno de sus tíos entre un pueblo y otro en invierno para descubrir su vocación al sacerdocio. La certeza, sin embargo, estaba allí, clara, al final: porque un camino que se sigue ha de conducir, forzosamente, a alguna parte, ya depende de cada quien si se encamina sin un sentido determinado o lleva por delante un anhelo a alcanzar.
El camino de Emaús, para los católicos, ha de ser el modelo, la tesitura dada por la creencia y divulgación del Evangelio. Porque hay allí una enseñanza primera que tendríamos que saber apreciar y poner en práctica: si aquel par de caminantes, por ceguera o distracción en su momento no supieron ver quién era Aquel que iba a su lado, en el camino que en estos días empezamos habrá que saber distinguir no solo a ese importante Caminante, sino a todos aquellos que acompañan la ruta, a quienes se crucen en algún momento, a quienes, detenidos en algún recodo solicitan ayuda o unas palabras de aliento, enseñanza y amor, a fin de ir salvando la vida propia y la de los demás, que para eso somos hijos de Dios y hemos sido designados por su dedo divino. Nos salvamos por los otros, reflexionó San Pablo.
“La noche se había puesto muy oscura y no había más luz que la que despedía el brillo de la nieve. Fue entonces cuando yo comencé a tener miedo de veras, porque noté que mis pies se hundían más que antes, y tuve la sensación de que nos habíamos salido del camino”, continúa el sacerdote. Salirse del camino. Esta es la cuestión fundamental que nos enseñan los caminantes de Emaús: que, a pesar de todo y de la tremenda falla de su ceguera, supieron recomponer la ruta y dar testimonio de lo que sus ojos habían visto. Aun cuando haya un extravío, un pasaje oscuro y nebuloso que impida andar, abriguemos la certeza de que el Señor va a nuestro lado. Si nadie va al Padre sino es por Él, nadie va a ningún lado sino es por Él. Esto incluye todos los caminos, todas las esperanzas y las promesas de vida eterna.