La celebración de Día de Muertos, es una tradición mexicana que no podemos pasar de largo. Todos la conocemos, y todos en algún momento hemos participado de ella. Sin duda es una joya en el vagaje cultural de nuestro país que ha destacado en tantos lugares del mundo y por la cual, también, somos reconocidos.
Esta tradición tiene como fin recordar de la manera más extravagante y especial a los seres queridos que ya no están en este mundo. Es por ello que se visitan los cementerios y se montan altares donde se coloca lo que era propio de la persona difunta. De esta manera rendimos homenaje a aquellas personas que nos amaron y marcaron profundamente nuestra vida.
Por supuesto, como Iglesia nos unimos a esta tradición pero desde lo que creemos.
Como pecadores obtenemos la muerte, la muerte del cuerpo y del alma, pero alguien pagó por nosotros. Vino Cristo y con el sacrificio de la Cruz, venció la muerte y nos hizo partícipes de la inmortalidad junto a Él. Nuestra esperanza no queda truncada, no se reduce a la defunción y aunque asimilarlo es difícil, el Señor nos invita a confiar que la eternidad debe ser nuestra mayor aspiración.
Encontremos en esto la esperanza, para que lleguemos a proclamar con nuestra boca, las palabras del apóstol San Pablo: para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia (Flp 1, 21).
No olvidemos que lo mejor que podemos ofrecer a nuestros seres queridos difuntos es nuestra oración, para que prontamente gocen de la presencia eterna del Señor.
Lic. Julyssa Gómez