Después de hacerse un despreciador de las cosas terrenas y un ávido buscador de las riquezas celestiales, san Francisco se dio cuenta de que en las cosas más sencillas y pequeñas se encontraban las huellas del amor del Creador de todo; por eso deseó que sus frailes se llamaran ‘menores’, imitando a Aquel que se hizo menor en su gloriosa Encarnación, que no hizo alarde de su condición divina, sino que se hizo uno como nosotros para salvarnos.
De esa pequeñez, pero a la vez grandeza en espíritu, de un corazón ardiente de amor por el Señor, capaz de predicar a las aves, de pedir al fuego que no le queme, de una ternura capaz de domar a un lobo feroz y de sazonar su comida con ceniza, es de donde surge un canto de alabanza, ese ‘Laudato si’ que recuerda el papa Francisco en su encíclica, una alabanza que se une con la creación. San Francisco es uno con el sol y su calor, con la luna y sus claridades nocturnas, con el viento y sus susurros.
San Francisco encontró su verdadera riqueza al afirmar: ‘Yo creo en Jesucristo pobre y crucificado. En Cristo derramó palabras y silencios llenos de amor repitiendo constantemente: todo bien, sumo bien, eterno bien, haciendo del trabajo, la oración, la penitencia y la fraternidad, los lugares donde encontraba a su Amado.
Pero el ápice de su espiritualidad la encontró al ocaso de su salud física, cuando el cuerpo padecía con dureza el cruel frío de las regiones del norte de Italia. Con una serie de enfermedades encima, san Francisco se dirigió al monte de la Verna para alejarse en intimidad con Dios y así pedirle dos cosas: sentir en su cuerpo y en su alma el dolor de la Pasión, y la segunda, experimentar, en cuanto le fuese posible, el amor con el cual se ofreció por nosotros. La respuesta a la petición fueron los estigmas. Ahí san Francisco se configura con el Crucificado, con el Amor.
Que san Francisco de Asís nos enseñe a ser ‘menores’, pequeños como el Evangelio para gozar del amor de nuestro Señor. Hasta la próxima.