En el lenguaje de la Sagrada Escritura, así como en la comunicación poética de todos los tiempos, el corazón no es únicamente un órgano vital del cuerpo, es el símbolo de la interioridad del ser humano, de la diferencia abismal entre quien es “imagen y semejanza de Dios” y el resto de los seres vivos y las inmensidades naturales. El Concilio Vaticano II subrayó: “El hombre, por su interioridad, supera a todos los seres del universo”. De ahí que la invitación que Su Santidad el Papa Francisco ha hecho al comenzar la Cuaresma de este 2015 de “pedirle a Cristo un corazón misericordioso como el suyo”, sea una llamada a la conversión que parte del reconocimiento de nuestra condición abierta a dejarse conducir y transformar precisamente por ese corazón misericordioso que late en la humanidad de Aquél que vino a “hacer nuevas todas las cosas”. Esa invitación tiene añadida una propuesta cuya fecha es el viernes 13 de marzo: “24 horas con el Señor”. Ese día, coincidente con el segundo aniversario de su elección al pontificado, desea que en lugar de celebrarse con fiestas externas, sea jornada de escucha del paso de Dios, paso cuya estela es de amor. A Dios lo definió San Juan solamente como amor y luz y, por consiguiente, estar con Él es, ante todo, percibir la altura y grandeza de su amor y difundirlo pues, como expresa el refrán castellano, “amor con amor se paga”.
El mensaje de Su Santidad convoca a percibir en el silencio del mundo esa realidad del amor divino, el interés permanente por la humanidad y por cada uno de sus miembros, interés reconocido por quienes están atentos a lo que sucede a su alrededor y en su propio interior, por las huellas de la misericordia y la infaltable providencia paterna que “se extiende a cada momento”, como dice la plegaria popular.
La percepción del amor de Dios, que tiene todas las características de una conversión (pues convertirse es, en su significado más simple y primitivo, cambiar de posición o mirar hacia otro lado del que se estaba mirando): “[…] Nosotros amamos a Dios porque Él nos amó primero… No es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede”.
Movidos por esa preciosa guía descubrimos la poca estatura de nuestra respuesta, nuestro poco avance en la ruta del resumen de los mandamientos en el “amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos”. Pues, afirma el Papa Francisco, “[…] ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto nos olvidamos de los demás… no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen”. Y subraya cómo esta actitud acomodaticia, radicalmente egoísta, ha desbordado los límites de pequeños grupos y ha adquirido grandes proporciones: “[…] ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia”. Esta triste situación, que rebaja la grandeza con la que Dios dotó al hombre y que hace que sus acciones procedan de un “corazón de piedra”, “[…] es una tentación real también para los cristianos… Es un malestar que tenemos que afrontar como cristianos”.
Al Pontífice no se le escapa que la “globalización de la indiferencia” sea enorme, que no puede afrontarse con ensayos de lástima o violencia callejera, menos aún con ingenuidad. Citó la carta del apóstol Santiago, “fortalezcan sus corazones”, a modo de antídoto: “[…] Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir”.
El cristiano no tiene por arma la fuerza. El amor excluye el odio, el resentimiento y el reparto de culpas. Salir de la indiferencia es hacer realidad lo que afirmamos en el Credo sin poner demasiada atención: la comunión de los santos. Es atreverse a orar: “[…] uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando la Iglesia terrenal ora, instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence a la indiferencia. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que con la Muerte y Resurrección de Jesús vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza del corazón y el odio”.
La fortaleza del corazón y su traducción como caridad y conversión parte del “poder de los sin poder”: la oración. Esta aparente inactividad es la que aporta vida a un mundo inerte. Hay que darle o volverle a dar su lugar en la vida personal y comunitaria.
Pbro. Dr. Manuel Olimón Nolasco
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