El día 12 de enero, a unas cuantas horas de viajar hacia Sri Lanka, el Santo Padre Francisco hizo, delante del cuerpo diplomático, una evaluación de la “página negra” y la “página blanca” de la humanidad durante 2014. En la segunda parte de su alocución, llamó “fin de un silencio recíproco” a la decisión de las más altas autoridades de Estados Unidos y Cuba de reanudar relaciones. Más que llamarlas “diplomáticas” o entre Estados, habrá que llamarlas entre pueblos, pues ese largo desentendimiento ha afectado la convivencia humana que reconoce, para ser auténtica, un mismo origen y un mismo destino.
Mi memoria se trasladó a una noche especialmente fresca y notablemente oscura de enero de 1998 en el aeropuerto de La Habana. Los reflectores alumbraban dos sillas de mimbre vacías. El silencio de quienes estábamos congregados en ese momento histórico casi podía cortarse en el aire. Era la expectación de la llegada de Juan Pablo II y de la recepción que le daría el líder revolucionario cargado de contradicciones, Fidel Castro. El pesado avión se detuvo; se colocó la escalera y la alfombra; la expectación se moderó al aparecer la figura blanca y ver dirigirse hacia ella al hombre de la barba entrecana vestido no con el uniforme de campaña que lo caracterizó, sino con un impecable traje de corte italiano y fina corbata de seda. Si esos signos externos eran de por sí elocuentes, la distensión y el aplauso solo llegaron cuando la palabra rasgó el viento. Juan Pablo inició su discurso con esta frase de peso infinito: “Cuando Cristóbal Colón vio la costa de esta isla dijo: ‘Esta es la tierra más hermosa que ojos humanos han visto’”. Castro respondió con una bienvenida tejida por Gabriel García Márquez hecha suya. El hielo –pues lo había y se notaba en el ambiente– se derritió.
Esa visita, que recorrió el territorio isleño, se integró con homilías y discursos finamente unidos a la historia de Cuba, a los rasgos del cristianismo en la entraña de sus deseos y luchas y a los próceres del pensamiento y de la acción: el Padre Varela, Carlos Manuel de Céspedes y José Martí. Una frase, como expresión de acercamiento en dos sentidos, recorrió el orbe: “Que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a Cuba”, pues no solo habría que ocuparse por el bloqueo económico de Estados Unidos, sino también por el régimen cubano de rasgos totalitarios y de bloqueo de libertades para el pueblo.
No cabe duda de que esa presencia, hoy a diecisiete años de distancia, fue el comienzo de un camino de paciencia. El episcopado de Estados Unidos hizo un cuidadoso pero tenaz acercamiento y dio ayuda tangible. La Iglesia mexicana con tareas llevadas a cabo por los cardenales Posadas y Suárez Rivera y con profesores de la Universidad Pontificia que reforzaron al Seminario de La Habana. Benedicto XVI estuvo en Cuba en 2011 y su sólida palabra arrojó más semillas al surco abierto. Para entonces ya los funcionarios públicos no tenían que esconderse para visitar el santuario de la Virgen de la Caridad y Fidel, retirado del gobierno, pudo decirle al Papa que había nacido como católico y así quería morir. Si a partir de 1998 pudo celebrarse la fiesta de Navidad, en 2012 sería feriado el Viernes Santo.
Esas luces en medio de la oscuridad han tenido un gran aumento en intensidad a la hora de anunciarse el fin del silencio entre el país del norte y la isla caribeña. Se conoció el papel de la diplomacia canadiense y sobre todo el papel definitivo de la Santa Sede y el empeño personal del Papa Francisco y de su “diplomático número uno”, el Cardenal Parolin. El día que se dio a conocer la noticia, tanto Obama como Raúl Castro agradecieron las insistencias amables pero firmes del Pontífice. El papel de mediación desinteresada de la Iglesia, en línea de caridad, sin ruidos ni estridencias, salió a la luz.
Todavía el camino es largo. En Cuba siguen dándose violaciones sistemáticas a los derechos humanos. En Estados Unidos persisten prejuicios, sobre todo entre los cubanos de Florida, que bloquearán el avance hacia una relación digna. Por eso no puede cejarse en la insistencia y en la oración generosa, el “poder de los sin poder”.
Me he alegrado mucho de lo sucedido. Me ha hecho falta, sin embargo, encontrar el papel de México que, “contra viento y marea”, no se plegó a las presiones estadounidenses hace cincuenta años. Nuestro país no puede quedarse atrás: está la necesidad de negociar los límites de las aguas territoriales en el Caribe y, sobre todo, la de reanudar la amistad entre los pueblos. La colaboración eclesial no podrá tampoco faltar.
Pbro. Dr. Manuel Olimón Nolasco
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