Editorial
La fidelidad a Dios supone la fidelidad a Jesucristo y a la Iglesia. A los católicos no les es posible pretender vivir una al margen de la otra.
La Iglesia Católica que peregrina en Tepic está en una coyuntura importante: la renuncia por fidelidad canónica de Mons. Alfonso H. Robles Cota, y la inminente llegada de un nuevo obispo, Mons. Ricardo Watty Urquidi, M.Sp.S., interpela a todos y cada uno de nosotros, miembros partícipes de esta Iglesia. El obispo es, ante todo, representante de Jesucristo, sucesor de los Apóstoles, cabeza visible de la unidad eclesial y vínculo de comunión con el Obispo de Roma. Por ello, quienes pertenecemos a la Iglesia, y por nuestro bautismo, debemos fidelidad a la Iglesia y a sus representantes.
Santo Tomás define la fidelidad como una virtud que consiste en el “cumplimiento exacto de lo prometido, conformando de este modo las palabras y los hechos”. Aunque el Doctor Angélico destaca el papel de la promesa, queda explícito que ésta ha sido dada a una persona, pues constituye un medio por el que dos personas se vinculan. La fidelidad es, ante todo, fidelidad a una persona, a un “tú” que supone un encuentro interpersonal. El fundamento para la fidelidad contiene tres puntos esenciales a considerar: En primer lugar, la condición de toda persona como un ser para el amor; en segundo, la temporalidad en que vive la persona humana, y por último, el sentido de la libertad.
El Papa Juan Pablo II, en una homilía pronunciada en Mérida, Venezuela, en 1985, exhortaba a vivir esta doble fidelidad: “En primer lugar, fidelidad a Jesucristo. Es una justa correspondencia al que es ‘Testigo fiel’. Fidelidad que ha de ser fruto del amor. Bellamente ha dicho el Apóstol San Pedro en su primera Carta: ‘A Cristo Jesús no lo habéis visto y, sin embargo, lo amáis; no lo veis todavía y, sin embargo, creéis en Él’. Tal fidelidad a Jesucristo es inseparable de la fidelidad al Evangelio, al Evangelio en todas sus consecuencias.
Fidelidad también a la Iglesia. Ser fieles a ella es amarla como Madre nuestra que es; que nos da a Cristo, nos da su gracia y su Palabra, nos alienta en nuestro camino, está a nuestro lado en las alegrías y en las penas, nos instruye en sus centros educativos, levanta su voz contra la injusticia y nos abre la perspectiva de una eternidad feliz. Ser fieles a la Iglesia es vivir también en íntima comunión con los pastores puestos por el Espíritu Santo para regir al pueblo de Dios; es aceptar con docilidad su magisterio, es dar a conocer sus enseñanzas”.
La fidelidad a la Iglesia, es fidelidad al obispo, cabeza visible. Él es el garante de la tradición apostólica. Un nuevo obispo, asimismo, constituye la oportunidad de todo cristiano de refrendar el amor a su Iglesia, que es su Madre; a nuestra Iglesia que es maestra. Caminemos de la mano con nuestros obispos, vivamos esa comunión y fraternidad que se vivía en tiempos de San Agustín, Obispo de Hipona y que lo llevó a afirmar: “Para ustedes soy obispo, con ustedes soy cristiano”.