Esperanza y acción en tiempos difíciles

 

Nuestros ojos y oídos abiertos al mundo captaron, durante los últimos meses de 2014, noticias preocupantes que han tocado el corazón humano y no dejan de tocar la conciencia de todo ser humano sensible y, con mayor razón, el corazón del discípulo de Cristo, para el que “nada humano es ajeno”.

Hagamos un recorrido somero: en nuestro país se destapó una pestilente cloaca de la que surgieron con claridad desapariciones, cementerios clandestinos y la relevancia del poder de los narcotraficantes y sus ligas. Estas comprobaciones han dado lugar a una justa indignación y a sinceros deseos de paz, pero también a perspectivas ambiguas que se han presentado como “soluciones”: se han culpado, sin discriminar, lugares y tiempos a autoridades municipales y a sus policías y se ha decidido dejar el “mando único” en organismos estatales sin justificación seria ni  estudio adecuado, pues sabemos que en más de un caso caerá en manos no siempre limpias.

A gente de probada calidad analítica le ha parecido que esta situación manifiesta una crisis más honda que cualquier otra en mucho tiempo, y que las respuestas erráticas, de corto plazo o simplemente retóricas y verbales, así como la práctica de la improvisación y la apuesta al olvido, solo aumentan la tensión. El sentido común apunta, contrariamente a la publicidad, a que, por ejemplo, el narcopoder se asienta con mayor fuerza aunque con mayor silencio y que el tan anunciado gran caudal de inversiones extranjeras no se hará realidad a pesar de las reformas estructurales aprobadas en el papel.

Si  miramos más allá de nuestras fronteras, han causado honda impresión las revelaciones que el Senado de Estados Unidos ha hecho a propósito del uso de la tortura en la “guerra contra el terrorismo”. Los resultados de ese patético estudio muestran que la información obtenida de esa forma inhumana no aumenta ni la cantidad ni la calidad de los datos sensibles que pudieran obtenerse. Incluso acciones que se difundieron como ejemplo de victorias de extraordinaria importancia, como la captura de Osama Bin Laden, a la hora de ver sus detalles no resultan de tanta relevancia.

En la Tierra Santa, los excesos ordenados por las autoridades de Israel en contra del pueblo palestino, que superan con mucho aun la decadente “ley del talión” y han sido justamente calificados en las Naciones Unidas como acciones criminales, claman al cielo. Poco se ha sabido en México de la forma cómo el gobierno de China ha reprimido las legítimas reclamaciones democráticas de sus habitantes, conformes al estatuto especial de Hong Kong después del retiro de la Gran Bretaña. La serenidad de quienes se manifestaron pacíficamente en las calles y plazas es ejemplo de civilidad. La actitud solidaria del Cardenal Joseph Zen Ze-kum, antiguo arzobispo, quien fue también arrestado, es ejemplo de opción por los valores fundamentales de la humanidad, compartidos por los miembros de la Iglesia Católica.

Esa panorámica parece irresoluble sobre todo cuando el miedo con sus trampas paralizantes es la pasión dominante o cuando únicamente se piensa en soluciones técnicas o peor aún, en revanchas, venganzas o reparto de culpas. No obstante, desde la convicción cristiana viene un mensaje de esperanza y de aliento.

El Papa Francisco lo expresó en su histórico discurso en el Parlamento Europeo el 25 de noviembre de 2014, cuyo contenido no puede limitarse al Viejo Continente. Invitó ahí a integrar en el pensamiento y en la acción dos conceptos dinámicos que dan consistencia al verdadero espacio de los derechos humanos: la dignidad y la trascendencia, es decir, la grandeza interior del ser humano y su procedencia y finalidad que no se acaban en los cortos horizontes de una vida: “[…] La percepción de la importancia de los derechos humanos nace precisamente como resultado de un largo camino, hecho también de muchos sufrimientos y sacrificios, que ha contribuido a formar la conciencia del valor de cada persona humana, única e irrepetible…” Pero no basta la percepción: “[…]Se trata de un compromiso importante y admirable, pues persisten demasiadas situaciones en las que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos”. Y hace también falta preguntarse: “[…] ¿Qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar libremente el propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe religiosa?, ¿qué dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el dominio de la fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder?”.

Esta invitación de Su Santidad, me parece, es más bien una convocatoria a motivarnos desde dentro y en comunidad a creer de veras que somos “imagen y semejanza de Dios”.

 

Pbro. Dr. Manuel Olimón Nolasco

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Comentarios al autor: (manuelolimonnolasco98@gmail.com)

 

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