Ese desacierto llamado trabajo infantil

Editorial

 

El trabajo dignifica. “El trabajo es un derecho fundamental y un bien para el hombre: un bien útil, digno de él, porque es idóneo para expresar y acrecentar la dignidad humana” (Doctrina Social de la Iglesia, n. 287). El trabajo es un valor, y dicho valor lo enseña y lo promociona la Iglesia, porque comporta un carácter de necesidad, está revestido de una serie de características que lo insertan en la vida social. “El trabajo es necesario para formar y mantener una familia, adquirir el derecho a la propiedad y contribuir al bien común de la familia humana”, resalta la Doctrina Social. Es decir, el trabajo es un bien de todos, que debe de estar disponible para todos. En suma, el trabajo dignifica, pero ¿y el trabajo infantil?

La familia es la primera escuela de trabajo que proporciona a los niños la primera experiencia de esta actividad tan humana. El trabajo es una experiencia de aprendizaje que debería formar parte del proceso educativo del niño, no suplantarlo. Es un ámbito en el que el niño aprende valores y aptitudes que redundan en su desarrollo como persona. Los progenitores se valen de la disciplina del trabajo para ayudar al niño a realizar la difícil transición al mundo adulto, capacitándolo para la participación social y contribuyendo responsablemente al producto social, y a sus propias aspiraciones. En este contexto, el trabajo es una actividad de aprendizaje para los niños y quitarles la oportunidad de trabajar tendría un impacto negativo en su desarrollo como personas. Sin embargo, la ecuación tendría que ser estudio, recreación y trabajo (entendido este como quehaceres acordes con su edad y capacidades físicas y mentales).

Han pasado ya más de dos siglos de la llegada de la industrialización y en el mundo se sigue librando la batalla para erradicar el trabajo infantil, que se enraiza, multiplica y exacerba cada vez más. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT) más de 400 millones de niños (de entre cinco y catorce años de edad) alrededor del mundo trabajan, y más o menos la mitad lo hace a tiempo completo, jornadas extenuantes. Este fenómeno sin duda presenta distintas perspectivas, algunas incluso contradictorias. Para empezar habría que distinguir entre trabajo infantil  y niños que trabajan. Este último se refiere a una actividad que los niños desarrollan bajo la supervisión de sus padres y a la par de sus estudios escolares (lo referido arriba), en tanto que el primero hace alusión a un asunto de explotación: se le arrebata al niño toda posibilidad de desarrollo personal y académico por obligarlo a trabajar en condiciones peligrosas, insalubres e inhumanas.

Una arista que entraña la migración de los niños, tema tan sonado por estos días, y que no se ha señalado aún, es el trabajo infantil, o explotación infantil, como algunos especialistas lo llaman, porque de eso se trata en el fondo, de un tipo de explotación permitida en pleno siglo XXI. ¿Dónde y cómo son empleados esos miles de niños que llegan a países en los que por circunstancias diversas no pueden reunirse con sus padres y son obligados a trabajar para poder comer? Se ejerce sobre ellos una moderna esclavitud que la Doctrina Social de la Iglesia llama del siguiente modo: “El trabajo infantil y de menores, en sus formas intolerables, constituye un tipo de violencia menos visible, mas no por ello menos terrible” (n. 296). Una violencia terrible a ojos vista y de la que se hace caso omiso.

“Una violencia que más allá de todas las implicaciones políticas, económicas y jurídicas, sigue siendo esencialmente un problema moral”, subraya la Doctrina Social. Más de doscientos años y el trabajo infantil sigue estando presente, porque lo sabemos y “ausente”, porque los gobiernos e instituciones se hacen de la vista gorda. Pero, no por ello, menos terrible. El Papa León XIII ya lo había advertido: “En cuanto a los niños se ha de evitar cuidadosamente y sobre todo que entren en talleres antes de que la edad haya dado el suficiente desarrollo a su cuerpo a su inteligencia y a su alma. Puesto que la actividad precoz agosta, como a las hierbas tiernas, las fuerzas que brotan de la infancia, con lo que la constitución de la niñez vendría a destruirse por completo”. A destruirse por completo.

 

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