La persona humana como ser de relación y de comunión, busca constantemente su desarrollo en el espacio y tiempo compartido. Así es como nace cualquier comunidad. Sin embargo, toda sociedad debe estar fundada en principios y normas, pero sobre todo en valores. Con ello todos sus miembros prosperarán justamente. Uno de esos valores es la solidaridad, palabra común y que consideramos poco necesaria en nuestro desarrollo social, pero que en realidad es uno de los pilares para el crecimiento común.
La Doctrina Social de la Iglesia, en el numeral 192, explica que las nuevas relaciones de interdependencia entre hombres y pueblos deben transformarse en relaciones que tiendan hacia una verdadera y propia solidaridad ético-social, que es la exigencia moral en todas las relaciones humanas.
La solidaridad, no es un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. La solidaridad, es una virtud social fundamental, ya que se coloca en la dimensión de la justicia, virtud orientada al bien común, y en la entrega por el bien del prójimo, que está dispuesto a perderse, en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo y a servirlo en lugar de oprimirlo para el propio provecho.
El principio de solidaridad implica que los hombres de nuestro tiempo cultiven aún más la conciencia de la deuda que tienen con la sociedad en la cual están inmersos. Son deudores de aquellas condiciones que facilitan la existencia humana, así como del patrimonio, el conocimiento científico y tecnológico, los bienes materiales e inmateriales y todo aquello que la actividad humana ha producido. Semejante deuda se salda con las diversas manifestaciones de la actuación social que permanezca para las generaciones presentes y futuras, llama a unas y otras a compartir, en la solidaridad, el mismo don.
Es en Cristo y gracias a Él, que también la vida social puede ser nuevamente descubierta, aun con todas sus contradicciones y ambigüedades, como lugar de vida y de esperanza; signo de una Gracia que continuamente se ofrece a todos y que invita a las formas más elevadas y comprometedoras de dar todo de nosotros por el bien común sin distinción.