Editorial
Bien dice esa frase común: “la unión hace la fuerza”. Cuando se suman voluntades y se asumen compromisos comunes, las personas hacemos fuerza para afrontar todo tipo de vicisitudes y contratiempos. Las marchas ciudadanas, que en los últimos tiempos se han multiplicado por el recrudecimiento de fenómenos como la violencia o la demanda de mayor número de puestos de trabajo, son un claro ejemplo de ello.
La vida en nuestro país necesita con urgencia “ciudadanizarse”; es decir, requiere la participación de todos para dar forma a esa nación con la que soñamos: un lugar donde haya trabajo para todos, donde las oportunidades educativas estén dadas sin rasgos discriminatorios, donde el acceso al paquete de servicios básicos no se condicione con prebendas o “mordidas”, donde se respete en toda su dimensión la dignidad de la persona, donde la vida sea el primero y el más protegido de todos los derechos, donde pensar diferente no sea motivo de conflicto sino de enriquecimiento personal.
Hay ciertos momentos en que las cosas, ya sea por tratarse de un problema que requiera una solución urgente o de alguna problemática que amenaza con escapar de nuestro dominio, para poder llevarlas a buen término necesitan, en un primer momento, de que se asuma un compromiso ante sí mismo y ante los demás, y en un segundo momento, de poner manos a la obra: hay que actuar acorde con nuestros principios y valores, y alzar la voz ante los atropellos y las injusticias, para hacerse escuchar y hacer sentir nuestra presencia.
Lo sucedido, por ejemplo, el pasado lunes 15 de septiembre en el Centro Histórico de Morelia, sí, es una deplorable acción llevada a cabo por miembros del crimen organizado, pero mucha de la culpa también recae en nosotros como sociedad: más de alguno podrá preguntar ¿tengo yo que ver con el estallido de esas granadas y sus consecuencias? Todos nosotros somos culpables en la medida en que nos hemos callado ante las múltiples acciones ilícitas que se dan a diario en la vida pública, entre ellas la distribución, venta y consumo de estupefacientes; de ese modo el narcotráfico ha ido creciendo a pasos agigantados e infiltrándose en todos los estratos de la sociedad, a la cual, lamentablemente, ya ha tomado de rehén: los narcotraficantes van por el país adueñándose de todos los espacios, marcando territorios, mientras, con miedo ciertamente, los vemos moverse impunemente. Y porque ese silencio –solapador, cómplice–, de algún modo, da cuenta de nuestra pasividad: a menudo ser pacífico suele confundirse con ser pasivo. Tender hacia la paz no necesariamente implica inacción, resignación, sometimiento. Quizá, ante ese monstruo de mil cabezas que es la red del narcotráfico, uno solo no pueda hacer mucho: pero, recordemos aquí esa consigna tan pronunciada en toda marcha o manifestación: “el pueblo, unido, jamás será vencido”.
En este sentido, el Papa Benedicto XVI ha dicho que “la característica fundamental de la Iglesia es la unidad”. La más ponderada cualidad de los católicos que se comprometen en el trabajo de todos los días y con sus semejantes, allí donde están, es la de unirse para sobrellevar los vaivenes de la vida cotidiana: si todos nos damos la mano, estaremos construyendo un futuro más prometedor sobre una base firme. Al fin que lo que todos buscamos al empeñarnos en nuestras labores es satisfacer necesidades y alcanzar la felicidad individual y la de nuestras familias, sintiéndonos seguros y libres en nuestra calle, nuestro barrio, nuestra colonia, nuestra ciudad, nuestro país.