EDITORIAL
Al tan llevado y traído tema del petróleo en la agenda nacional, por el que muchos se han pronunciado tanto a favor como en contra de su privatización, y que ha visto desfilar algunas administraciones públicas sexenales, no se le ve un fin próximo. Y no se le ve fin porque hay posiciones encontradas –tal vez, enconadas–, un mundo de intereses involucrados, posiciones de poder y estratégicas en la toma de decisiones que afectan a las mayorías.
Es bien sabido que la economía mexicana tiene una de sus principales bases en la industria petrolífera, que le reditúa miles de millones de dólares anuales. Sobre este rubro, junto con las remesas que envían nuestros connacionales del vecino país del norte, se sostiene nuestra magra y endeble economía.
El tema de la privatización de PEMEX, como ya ocurrió en otros sexenios con los ferrocarriles, la banca, las compañías aeronaúticas, ha recobrado fuerza en tiempos recientes: hace pocos días un grupo de disidentes, encabezados por políticos reconocidos y azuzados por el Frente Amplio Progresista en su convocación a un debate nacional sobre la industria petrolera, tomó la tribuna de Sán Lázaro para impedir que se discutiera una posible reforma energética o la privatización de la paraestatal, y muchas voces discordantes no tardaron en levantarse.
¿El petróleo es realmente de los mexicanos como algunos pregonan?, o ¿si se le inyecta capital extranjero a esta industria, entonces le daríamos al traste con la expropiación nacional que emprendiera durante su gobierno el presidente Lázaro Cárdenas en los últimos años de la década de los treinta del siglo pasado?
No se conoce todavía a nadie, por ejemplo, que diga que le regalan la gasolina cuando el despachador ha llenado el tanque de su automóvil: “es gratis, al fin que el petréoleo es de los mexicanos”. Quizá se trate de un ejemplo burdo, pero de alguna manera contradice lo pregonado por los nacionalistas acérrimos que pugnan porque el petróleo es nuestro, y que debería seguir de ese modo. Esto último tendría que resolverse por la vía de un debate abierto a todas las voces representativas de la sociedad.
Por otro lado, todo ese grupo que durante mucho tiempo ha insistido en que a PEMEX se le haga llegar capital extranjero, con la premisa de que sus operaciones mejorarían de manera considerable –a la par de las ganancias– y que con ello no se perdería la autonomía de un recurso no renovable, habría que preguntarles si no sería una mejor opción que se revitalizara esa empresa a través de recursos públicos y privados, de empresarios serios y respetables en el ámbito nacional.
Es indudable que el debate continuará, y quizá tome derroteros que ni siquiera pensemos, pero de lo que sí debemos estar ciertos es de que nuestro país avanzará a pasos agigantados no sólo cuando se pongan en marcha las urgentes reformas que se requieren en diversos ámbitos, sino cuando el diálogo serio y comprometido adquiera posiciones en todas las mesas donde se discutan los problemas que México ya no puede postergar. Porque, como bien lo ha conservado la sabiduría popular, “hablando se entiende la gente”.